El otoño es oscuro, gris por naturaleza. Los días son mucho más cortos, te quedas sin tiempo para aprovechar las tardes, y si lo haces es con una luz artificial que ahoga la vitalidad que semanas antes derrochabas en las terrazas hasta altas horas. Se marchan los anticiclones y vienen las borrascas con sus nubes, sus lluvias, sus tormentas y las primeras nieves. Hay que sacar del armario la ropa de invierno, las chaquetas y los abrigos porque las noches y las mañanas son frías, pero en las horas centrales del día todavía las temperaturas son suaves, así que toda esa ropa de abrigo se convierte en una pesada carga que no hay más remedio que soportar. Además, con las lluvias, se añaden a nuestro quehacer diario toda una batería de nuevas rutinas: esquivar los charcos, limpiarte los zapatos en la alfombra al llegar a casa, colgar la gabardina donde no gotee, engrasar el limpiaparabrisas y olvidarte de lavar el coche… y, por supuesto, el paraguas se convierte en nuestro compañero inseparable de fatigas. ¿Siempre? No. Cuando lo llevas, caen dos gotas tímidas, pero los verdaderos chaparrones acuden cuando te lo has dejado en casa o en algún paragüero. ¿Te has preguntado alguna vez dónde irán todos esos paraguas que soltamos cuando llegamos a una tienda, a un bar, a una oficina... y dejamos olvidados porque al salir ya no llueve? Si pudieran sentir, ¿qué pensarían al ver la facilidad con que nos desprendemos de ellos sin el menor remordimiento? Porque los paraguas no tienen sentimientos, ¿no? ¿O sí?
Para muchos, el otoño es sinónimo de tristeza, apatía, desánimo… la época que trae consigo los resfriados y las gripes, el frío que a veces te cala hasta los huesos… El otoño simboliza para algunos la vejez, los efectos del paso del tiempo, el recambio de lo viejo por lo nuevo que vendrá… en los árboles caducos, las hojas cambian su color verde por un tono entre marrón y amarillento, hasta que finalmente acaban secándose y alfombrando los suelos de los campos y ciudades, siendo arrastradas por el viento, que sopla más fuerte y las lleva de un lado a otro, testigos mudos de multitud de historias a su paso.
En Londres, la mayor parte del tiempo es otoño, pero aquella tarde de octubre en que Isabel se decidió a mudar las hojas secas de su silencio por una sinceridad insólita en ella, fue especialmente gris, y fue tan sólo la primera de muchas, ya que el temporal había llegado para quedarse. “¿Isa? ¿Eres tú?”, acertó a articular Pablo al otro lado del teléfono sin podérselo creer”. “¿Quién es, cariño?”, preguntó Patricia, entrando en la habitación, recién llegada del trabajo. Pablo, tremendamente disgustado, le hizo rápidamente un gesto de que se callara, pero ya era tarde, Isabel la había escuchado. “Es Patricia, ¿verdad? Dale saludos de mi parte”, dijo irónicamente. “Y no hace falta que me des ninguna explicación. Sé que estás liado con ella. ¿Cómo está Desirée? ¿Me echa mucho de menos?”. Pablo no sabía qué responder: al shock de volver a tener noticias de su mujer se unió la tremenda vergüenza de sentirse pillado en su engaño. “Bien, claro que te echa de menos, eres su madre. Isa, ¿dónde estás? ¿Por qué te has ido sin decir nada? No sé lo que sabes de Patricia, pero no es lo que piensas y te lo puedo explicar”. “No hace falta, Pablo. Ya no importa”, respondió Isabel. “Además, no tengo nada que echarte en cara, porque yo tampoco he sido ninguna santa. Desde que nos casamos, te he engañado con un montón de hombres. Ninguno de ellos ha significado nada para mí, pero ahora es diferente y ya no puedo seguir ocultándotelo”. Pablo escuchaba mudo sin dar crédito a lo que le estaba ocurriendo, mientras Patricia presenciaba la escena sin enterarse muy bien de qué pasaba y sin atreverse a abrir la boca ni a moverse. “Isa”, pudo decir finalmente Pablo. “Sea lo que sea que haya pasado, ven y lo hablamos. No puedes dejarme así. ¿Qué pasa con la niña? Y yo… yo te quiero”. “Yo también te quiero”, dijo Isa rompiendo por primera vez su tono de frialdad con un atisbo de emoción, “siempre te he querido. Pero no puedo seguir estando a tu lado como si nada hubiera pasado ni por tu parte ni por la mía. Han sido demasiadas cosas y ya es muy tarde para dar marcha atrás y hacer borrón y cuenta nueva. Y la niña…”. Al hablar de su hija, Isabel se derrumbó y no pudo contener las lágrimas en un llanto ahogado que trataba de disimular. “La niña es lo que más me duele de todo esto. Haz el favor de cuidarla y no permitas que se olvide de su madre. Pronto volveré a verla, pero de momento está mejor contigo. Necesito tiempo y distancia para poner mis cosas en orden, mi mundo está patas arriba y para arreglarlo tengo que estar separada de ti. Pero tendrás noticias mías pronto”. “Isabel”, dijo Pablo, “dime al menos dónde estás. ¿Cómo hemos podido llegar a esto?”. “No lo sé, Pablo, pero hemos llegado. Y donde estoy es lo de menos ahora mismo. Ah… una última cosa”. “Dime”, respondió Pablo entre resignado y conmocionado. “Necesito que vayas con la niña y os hagáis una prueba de paternidad. Una madre sabe ciertas cosas, pero es justo que nos aseguremos”. Aquello era ya lo que le faltaba a Pablo. “¿¿Me estás diciendo que Desirée no es mi hija??”, explotó Pablo. Su capacidad de asimilar noticias de este tipo con serenidad había llegado a su límite. “Te estoy diciendo”, respondió Isabel intentando mantener la calma, “que no es seguro al cien por cien, así que lo mejor es que te hagas la prueba. Bueno, te tengo que dejar. Perdona por todo. Hasta pronto”. Y colgó. La conmoción de Pablo había alcanzado cotas que ni él mismo podría haber imaginado. Patricia, sin saber muy bien qué decir, preguntó tímidamente: “¿Qué pasa? ¿Qué te ha dicho?”. Pero Pablo estaba demasiado confundido para dar explicaciones. “Patri, es mejor que dejemos de vernos”, le dijo. “¿Cómo?”, respondió Patricia. “No puedes hacerme esto. Yo he estado a tu lado en los malos momentos, nunca te he engañado y siempre te he querido. No me merezco que me dejes de esta manera. Dame al menos un motivo”. “¡¡Vete!!”, gritó Pablo. “¡Esto se ha acabado! Ya hablaremos, pero ahora necesito estar solo”. “¡Esto no va a quedarse así! ¡Tú no me conoces!”, fue lo último que dijo Patricia antes de irse. Tras el ruido de sus tacones por la escalera, su despedida fue un portazo que hizo temblar los cimientos de la casa. Pablo se quedó tumbado en la cama, hundido y dándole vueltas a todo lo sucedido.
El sábado siguiente, Pablo acudió a su cita con Elisa Jurado. Su vida se había derrumbado y no sabía qué sería de él a partir de ahora, pero le pareció lo mejor para desconectar de sus problemas conocer a esta chica y tener algo distinto en lo que pensar. El otoño también se había instalado en Málaga, y en el camino hasta la plaza donde había quedado con Elisa, Pablo se puso hecho una sopa. La lluvia había arreciado y los truenos se oían cada vez más cercanos. Había pasado un cuarto de hora desde la hora de su cita, las ocho y media, y Pablo empezaba a impacientarse y a preguntarse qué estaba haciendo allí. Pese a ser un sábado por la noche en el centro de la ciudad, el mal tiempo le daba a la plaza un aire siniestro y apenas había nadie, tan sólo de vez en cuando pasaba alguien corriendo y peleándose con el paraguas, ya que el viento cada vez soplaba más fuerte. Tanto era así que en una de las ráfagas, el paraguas de Pablo se volvió del revés y la tela se desprendió de las varillas. En ese momento, su reloj emitió un ligero pitido. Eran las nueve. Elisa no había aparecido. Solo, sin paraguas y sin saber qué hacer con su vida, Pablo levantó la cabeza mirando al cielo, cerró los ojos para evitar la lluvia que caía incesante y, aguantando el chaparrón, pensó en por qué todo lo malo parecía pasarle a él. El otoño es época de cambios, pero esto ya era demasiado.
Foto cedida por Salva Villasana
Ole esas chanclas de playa con horquillas, son geniales jijiij
ResponderEliminarPiluki