“Último aviso para los pasajeros del vuelo 815 de British Airways con destino Londres, que efectuará su salida en dos minutos. Embarquen por puerta 13”.
“¡Corre, Jorge, que lo perdemos!”, gritó Isabel mientras entraban corriendo en la terminal del aeropuerto tirando de una maleta cada uno. Por suerte, no había mucha cola para facturar el equipaje, pudieron hacerlo rápidamente y seguir corriendo hacia la puerta de embarque.
“Por los pelos. Estábamos a punto de cerrar”, dijo la azafata justo después de revisar su documentación y sus billetes y hacerles pasar al avión. Se sentaron, se abrocharon los cinturones y sólo entonces pudo Isabel por fin cerrar los ojos y respirar tranquila. Aunque no le duró mucho, ya que justo en ese momento volvió a abrir los ojos sobresaltada al escuchar su móvil sonando. Era Pablo. Le mostró la pantalla a Jorge y le preguntó: “¿Qué hago? ¿Se lo cojo? ¿Y qué le digo esta vez?” Pero no dio tiempo a que Jorge respondiera. “Señora, por favor, tiene que apagar el teléfono, vamos a despegar”, dijo una de las azafatas. Isabel apagó el móvil y respiró aliviada, al menos de momento. Echó la cabeza en el respaldo del asiento, se acomodó e intentó descansar.
“El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Por favor, inténtelo de nue…”. Pablo colgó el teléfono, después de hacer tres intentos de hablar con Isabel. No era la primera vez que se iba precipitadamente, pero nunca lo había hecho sin decirle nada. Isabel trabajaba en la empresa de marketing de sus padres, una multinacional con sucursales en todo el mundo, y aunque ella tenía su oficina en Málaga, con frecuencia tenía que viajar a otros países para cerrar negocios o resolver asuntos de la empresa, quedándose a veces varios días e incluso semanas. De hecho, en los últimos meses sus “escapadas” habían sido cada vez más frecuentes y prolongadas, y a la vuelta siempre venía cansada, ojerosa y sin ganas de nada.
Los pensamientos de Pablo sobre qué hacer y dónde habría ido Isabel fueron entonces interrumpidos por su hija, a la que oyó llorar desde su cuna en la habitación de al lado. “No te preocupes, cariño, mamá no está en casa, pero yo estoy contigo”, acudió rápidamente a consolarla.
Mientras Isabel dormitaba en el avión, Jorge la miraba entre complacido y preocupado y daba vueltas a la situación por la que estaban pasando. Desde que conoció a Isabel dos años atrás, había sentido algo muy especial por ella. No sabía si eran sus ojos oscuros y profundos, su envidiable figura sensual y voluptuosa, su actitud ante la vida decidida aunque frágil o su clara inestabilidad emocional, que sacaba de él su lado más paternal y protector, pero el caso es que desde siempre se había sentido irrefrenablemente atraído por ella, aunque nunca se lo había confesado. Es por ello que la había animado a tomar esta decisión y se había ofrecido a acompañarla, porque aunque sabía que lo suyo había sido siempre y seguía siendo imposible, esta era la única forma de estar más tiempo cerca de ella, y eso era suficiente para él. Es irónico cómo el amor hace a las personas más inteligentes actuar en contra de lo que la razón les dice que es lo correcto y lo más beneficioso para ellos y para los demás, empujándoles hacia un abismo al que se lanzan voluntaria y gustosamente como niños que, inconscientemente, persiguen una golosina ignorando que viene en un envoltorio envenenado.
“¿Qué hora es?”, dijo Isabel entreabriendo los ojos. “Falta una hora de viaje, Isabel. Puedes seguir durmiendo”, le contestó Jorge. En unas horas estarían llegando al hospital de Londres en el que Isabel iba a ingresar y la aventura ya no tendría marcha atrás.
Publicado originalmente el 17/10/10
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