Sandalias Con Calcetines

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domingo, 5 de diciembre de 2010

Capítulo 9

            Al día siguiente a primera hora, Pablo pidió cita a Jorge. Siempre le había ayudado mucho hablar con él, ya que parecía tener una respuesta serena y lúcida para cada situación, y ahora más que nunca necesitaba sus consejos. Los últimos acontecimientos le habían dejado en un estado de shock mezcla de rabia, dolor, culpabilidad, impotencia y desconcierto. Jorge le dijo que estaba volviendo de un viaje, pero que podría atenderle a última hora de la tarde. Si hubiera sabido de dónde venía Jorge, que había estado horas antes con su mujer y el papel determinante que había tenido el psicólogo en la relación de Isabel y Pablo durante los últimos años, seguramente habría buscado otro confidente.
            “Hace unos días tenía una vida familiar con mi hija y con mi mujer, la mujer que siempre he querido desde niño”, dijo Pablo al tumbarse en el diván de la consulta de Jorge. “Es cierto que la relación últimamente no era muy idílica que digamos, pero de ahí a que de pronto se vaya sin decir nada y ahora me diga que lleva años engañándome… saber que estará con otro Dios sabe dónde y que dice que necesita separarse de mí… y lo peor de todo, que mi niña, mi Desirée, a la que quiero con locura, puede no ser hija mía… Si es que seguramente la culpa es mía, por haberla engañado también todos estos años con Patricia, por la que además no siento nada. Y para colmo de males, el único rayo de luz que podía tener en este momento, Elisa, por la que estaba empezando a ilusionarme, va y me deja plantado sin decir nada después de crearme expectativas y de haber sido lo único positivo que me ha pasado en las últimas semanas…”. “¿Y tú ahora mismo cómo te sientes?”, le preguntó Jorge. “¿Que cómo me siento? Pues tengo ganas de destrozarlo todo, de romper todo lo que tengo a mano, de hacer que se arrepienta de haberme estado engañando todo esto tiempo, de matar a todos los hombres con los que haya estado, de matar a Patricia por haberme incitado a estropearlo todo, de encontrar a Elisa y preguntarle por qué ha jugado con mis sentimientos, de…”. “Tranquilo, Pablo”, le interrumpió Jorge. “Hay que dejar sitio a todos los sentimientos en una situación como la que tú estás viviendo, pero es bueno identificar y canalizar esas emociones para que no nos hagan perder el norte. Déjame que te cuente…”. Y Jorge empezó a relatarle la siguiente historia:
“En un reino encantado donde los hombres nunca pueden llegar, o quizá donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta… había una vez un estanque maravilloso. Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente. Hasta aquel estanque mágico y transparente se acercaron la tristeza y la furia para bañarse en mutua compañía. Las dos se quitaron sus vestidos y, desnudas, entraron en el estanque.
La furia, que tenía prisa (como siempre le ocurre a la furia) sin saber por qué, se bañó rápidamente y, más rápidamente aún, salió del agua. Pero la furia es ciega o, por lo menos, no distingue claramente la realidad. Así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, el primer vestido que encontró. Y sucedió que aquel vestido no era el suyo, sino el de la tristeza. Y así, vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calmada, muy serena, la tristeza terminó su baño y, sin ninguna prisa, con pereza y lentamente, salió del estanque. En la orilla se dio cuenta de que su ropa ya no estaba. Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo. Así que se puso la única ropa que había junto al estanque: el vestido de la furia.
Cuentan que, desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada. Pero si nos damos tiempo para mirar bien, nos damos cuenta de que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad, está escondida la tristeza.”
            Unos días antes, en Londres, Jorge había estado también atendiendo a Isabel, justo antes de la llamada en que esta le confesó a Pablo toda la verdad. “¿Estaré haciendo bien?”, le preguntó ella. “Sé que, llegado este punto, no hay vuelta atrás, pero me aterra pensar que todo esto se hubiera podido solucionar de otra forma. Quizás mi relación con Pablo todavía tuviera posibilidades sin recurrir a estos métodos tan drásticos”. “Os habéis hecho mucho daño, Isabel”, le dijo Jorge, “hay heridas que nunca se llegan a curar del todo y culpas irreparables. Déjame que te cuente…”. Y le explicó lo siguiente:
“Había una vez una princesa, que quería encontrar un esposo digno de ella, que la amase verdaderamente. Para lo cual puso una condición: elegiría marido entre todos los que fueran capaces de estar 365 días al lado del muro del palacio donde ella vivía, sin separarse ni un solo día. Se presentaron centenares, miles de pretendientes a la corona real. Pero claro, al primer frío la mitad se fue, cuando empezaron los calores se fue la mitad de la otra mitad, cuando empezaron a gastarse los cojines y se terminó la comida, la mitad de la mitad de la mitad, también se fue. Habían empezado el primero de enero, pero cuando entró diciembre y empezaron de nuevo los fríos, solamente quedó un joven. Todos los demás se habían ido, cansados, aburridos, pensando que ningún amor valía la pena. Solamente este joven, que había adorado a la princesa desde siempre, estaba allí, anclado en esa pared y ese muro, esperando pacientemente que pasaran los 365 días.
La princesa, que había despreciado a todos, cuando vio que este muchacho se quedaba, empezó a mirarlo pensando que quizás ese hombre la quisiera de verdad. Lo había espiado en octubre, había pasado frente a él en noviembre, y en diciembre, disfrazada de campesina, le había dejado un poco de agua y un poco de comida, le había visto los ojos y se había dado cuenta de su mirada sincera. Entonces le había dicho al rey: «Padre, creo que finalmente vas a tener un casamiento y que por fin vas a tener nietos; este es el hombre que de verdad me quiere». El rey se había puesto contento y comenzó a prepararlo todo. La ceremonia, el banquete, e incluso le hizo saber al joven, a través de la guardia, que el primero de enero, cuando se cumplieran los 365 días, lo esperaba en el palacio porque quería hablar con él.
Todo estaba preparado, el pueblo estaba contento, todo el mundo esperaba ansiosamente el primero de enero. El 31 de diciembre, el día después de haber pasado las 364 noches y los 365 días allí, el joven se levantó del muro y se marchó. Fue hasta su casa y fue a ver a su madre, y ésta le dijo: «Hijo, querías tanto a la princesa, estuviste allí 364 noches, 365 días y el último día te fuiste. ¿Qué pasó? ¿No pudiste aguantar un día más?». Y el hijo contestó: «¿Sabes, madre? Me enteré de que me había visto, me enteré de que me había elegido, me enteré de que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor. Pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarme una noche de sufrimiento no merece de mi amor, ¿verdad, madre?».
Cuando estás en una relación y te das cuenta de que, pudiendo evitarte una mínima parte de sufrimiento, el otro no lo hace, es porque todo se ha terminado.”
            Lo que ni Pablo ni Isabel sabían es que Jorge tampoco estaba pasando por su mejor momento. Su obsesión por Isabel estaba empezando a ser enfermiza, tanto que había pedido ayuda a un colega suyo a quien recurría cuando, por encontrarse demasiado implicado emocionalmente, era incapaz de sacar conclusiones objetivas. “Marcelo”, le dijo, “te llamo porque esto me está volviendo loco. He convencido a Isabel de venir a Londres y empezar una nueva vida para separarla de Pablo y poder estar más tiempo con ella, pero sus planes no son precisamente los más idóneos para que lo nuestro tenga algún futuro. Ella me ignora totalmente, está viviendo con su nuevo novio inglés, y además no ha renunciado en absoluto a su marido. Creo que llevo años esforzándome y poniendo energías en algo que nunca va a salir bien. Me pregunto si no sería lo mejor tirar la toalla y tratar de olvidar todo esto y rehacer mi vida”. “Nunca te rindas hasta que no esté dicha la última palabra”, dijo Marcelo. “Déjame que te cuente…”. Y le contó este relato:
“Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: «No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril». Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: «¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora». Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas. Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla. Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.”
            Y desde ese día, Jorge se decidió definitivamente a patalear hasta salir de la nata que lo tenía atrapado.

En homenaje a los maravillosos cuentos del gran Jorge Bucay. 

Foto cedida por Laura Trujillo

(Este capítulo incluye los cuentos "La tristeza y la furia", "La princesa busca 
marido" y "Las ranitas en la nata", publicados en los libros "Cuentos para pensar" y "Déjame que te cuente..." de Jorge Bucay, por RBA Libros)

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