Al sentir el leve roce de los labios de Kenneth en los suyos, Isabel despertó y entreabrió los ojos, sin saber bien todavía dónde estaba. “Buenos días, cariño. Te he traído el desayuno”. Cuando vio su sonrisa dulce e inocente, recordó que estaba en la cama de Kenneth, en su casa de Londres. Esta era su primera visita después de ocho meses, en los cuales había dado a luz a su hija, algo de lo que, por supuesto, él no tenía ni idea. Cuando el embarazo empezó a ser evidente, ella dejó de venir a verle aduciendo como excusas que tenía mucho trabajo o que algún familiar suyo en Milán había enfermado. “Quisiera que este momento durara para siempre”, siguió Kenneth. “Sabi, prométeme que no vas a volver a dejarme tanto tiempo sin verte. ¿Me lo prometes?”. Isabel (o Sabina, como prefieran) dio por zanjada la conversación abrazándose a él y dándole un largo y cálido beso, tras el cual echó un vistazo a la bandeja que Kenneth le había traído.
“¡Qué bien te portas conmigo, Ken! ¡Qué buena pinta tiene todo!”. En su regazo reposaban varias tostadas con mantequilla y mermelada, café, zumo de naranja… y un par de servilletas, una de ellas demasiado abultada. Isabel la levantó y dejó al descubierto una cajita envuelta en papel de regalo. “¿Y esto?”, preguntó sin poder ocultar el gesto de sorpresa de su rostro. “Ábrela”, dijo Kenneth, “quería que hoy fuera un día muy especial para ti y que tuvieras un auténtico desayuno con diamantes”. Sin dar crédito aún, Isabel abrió la caja al mismo tiempo que su boca quedaba también abierta de la impresión al ver el brillo cegador de la gema que coronaba el anillo que había dentro. “Sabina, mi amor”, continuó Kenneth, “¿me harías el hombre más feliz del mundo y aceptarías casarte conmigo?”
La cara de Isabel palideció. Miraba el anillo y miraba a Kenneth alternativamente, e intentaba pensar en todo lo que le estaba pasando y cómo las cosas se le habían acabado escapando de las manos. Quería a Kenneth y no quería hacerle daño, de hecho la idea de estabilizarse con él no le desagradaba, pero evidentemente no podía casarse con él, puesto que estaba ya casada con Pablo, el amor de su vida, al que también quería con locura aunque las circunstancias últimamente habían sido cuando menos extrañas. Y a todo este caos se sumaba su hijita casi recién nacida. “Ken”, logró articular al fin, entregándole la cajita con el anillo, “yo te quiero, pero no puedo aceptarlo. Es complicado. Vivimos en países distintos, nos conocemos desde hace poco tiempo y no tan bien como tú crees. No puedo tomar una decisión de este tipo así tan de repente. Lo comprendes, ¿verdad?”
“Sí, claro…”, dijo Kenneth sin querer evidenciar cómo se habían derrumbado en un momento todas sus ilusiones. “Es normal, nos conocemos poco. Pero ese poco es suficiente para saber que quiero pasar el resto de mi vida contigo, Sabi”. Isabel le abrazó y acarició su pelo jugueteando con sus rizos rubios mientras le daba un tierno beso en los labios. “No te preocupes, Ken, dame tiempo… yo te quiero, pero las cosas no son tan sencillas como tú piensas. Confía en mí y disfruta de esto, ¿sí?”. Ken asintió resignado mientras ambos se entregaban a lo que mejor se les daba y les había mantenido unidos desde que se conocieron hacía un año. De hecho, y aunque Ken no lo sabía, podía sentirse orgulloso. Era el primero de todos los “escarceos” de Isabel (y había tenido ya muchos) con el que había quedado más de una vez. Al mes de conocerse, ella volvió a aparecer en su casa, y así cada tres o cuatro semanas hasta su “desaparición”. Pero siempre era ella la que le buscaba y nunca le había dado ningún dato que le permitiera localizarla. “Confía en mí y disfruta de esto”, solía decirle. Por eso, cuando tras ocho insoportables meses sin saber nada de ella, volvió a recibir noticias suyas, se apresuró a comprar el mejor anillo que se pudo permitir para ver si así conseguía retenerla de una vez.
Isabel miraba hacia el techo de la habitación con los ojos abiertos como platos mientras se preguntaba cómo saldría de esta situación, mientras Kenneth, con la cabeza apoyada en el pecho de ella, daba vueltas también a los últimos acontecimientos manteniendo la calma a duras penas. “Es hora de irme”, dijo ella de pronto, “mi avión sale en una hora. Ya sabes cómo funciona esto, cariño. Es mi trabajo. Lo siento mucho, muy pronto volveré a verte, ¿vale? Confía en mí”. Se levantó y se bebió de un trago el zumo de naranja que todavía estaba en la bandeja del desayuno, mientras se vestía apresuradamente y recogía su pequeña maleta. “Llamaré un taxi”. “De eso nada”, respondió él, “te llevo yo al aeropuerto, faltaría más”.
En el camino en coche al aeropuerto, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Ninguno de los dos se atrevía a decir nada, hasta que de repente, Kenneth explotó: “¿Y por qué? Si tú me quieres y yo te quiero, ¿por qué no podemos estar juntos?”. “Es lo mejor para los dos, hazme caso, Ken”, dijo Isabel tratando de calmar los nervios de Kenneth, que no podía seguir mordiéndose la lengua y estaba rojo de ira. “Mira la carretera y confía en mí”. “¡¡No!!”, gritó Kenneth fuera de sí, “¿por qué tengo que confiar en ti? ¿Por qué no puedo ponerme en contacto contigo y tengo que esperar hasta que tú quieras verme? Dices que no nos conocemos suficiente, pero ¿acaso me dejas conocerte? ¿Qué cosas son las que no sé de ti? ¿Qué es lo que me escon…?”. En ese momento, un coche se estampó con tremenda violencia contra ellos, que sin darse cuenta se habían saltado un semáforo en rojo. La velocidad de ambos coches hizo que el de Kenneth diera una vuelta de campana a consecuencia del impacto recibido en la puerta del conductor. Cuando, pasados unos minutos, Isabel se recuperó de su aturdimiento, oyó voces y gritos a su alrededor, y el ruido de sirenas acercándose. Al tomar conciencia de lo que había pasado, se tocó por todo el cuerpo, respiró aliviada y dio gracias a Dios por que los dos llevasen puesto el cinturón de seguridad. Sin embargo, cuando miró a su lado, vio el cuerpo de Kenneth inconsciente y ensangrentado, echado sobre lo que quedaba de la luna delantera y envuelto en un amasijo de hierros y cristales. “¡¡¡Nooooo!!!”, gritó desesperada.
Algo más de un año después, Isabel despierta de la anestesia en un hospital de Londres y lo primero que ve es la sonrisa de Jorge, su psicólogo, que le agarra fuertemente la mano. “¡Felicidades, Isa!”, le dice, “la operación ha sido un éxito”.
"Tacones con calcetines". Foto cedida por María Ruiz
Publicado originalmente el 31/10/10
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