“Ja, ja… paraaa. Que me haces cosquillas. Venga ya, tonta. Je, je. Bueno, un poquito más. Sigue, anda, otro besito. ¡Aah!, ¿qué haces, bruta? Ja, ja… No, que por ahí sabes que no me gusta…”. El sueño de Pablo se interrumpió bruscamente con el grito de Isabel: “¡¡Pablooo!!”. “¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Cómo?”, preguntó Pablo desconcertado con los ojos pegados y mirando para todas partes. “¡Despierta, que llevo un rato llamándote! ¡¡Que he roto aguas!! Anda, quita esa sonrisa de bobalicón, deja de babear y ayúdame a levantarme. A saber lo que estarías soñando”. “Seguro que estaba soñando con Patricia”, pensó Isabel mientras refunfuñaba para sus adentros. “¿Eh? ¿Yo? No, nada. ¿¿Que has roto aguas?? ¡¡La niña!! ¡Dios! ¡Voy, espera!”, dijo Pablo mientras se levantaba. Con las prisas, se puso la zapatilla izquierda en el pie derecho y al contrario y dio rápidamente la vuelta a la cama para ayudar a Isabel a levantarse. “¡Voy, ya llego! Estas zapatillas han encogido. Claro, como tienes que echarle a todo un litro de suavizante… Anda, dame la mano”. Según agarraba las manos de Isabel y tiraba de ella, pegó un resbalón y se cayó de espaldas atrayéndola a ella también hacia el suelo. Suerte que ella se soltó de sus manos a tiempo. “¿Estás loco o qué? ¡Que por poco me tiras!”. “¡¡Aaah!”, gritó él doliéndose del golpe. “¡Vale, pero no me chilles! ¿Y para qué derramas cosas aquí?”. “¡¿Pues no te he dicho que he roto aguas?!”, exclamó ella ya fuera de sí. “¡¡Aaaaahhh!! ¡Las contracciones! ¡Cada vez son más seguidas! ¡Deja ya de hacer el tonto y vámonos al hospital o la suelto aquí mismo!”. “Sí, perdona, cariño”. Pablo se incorporó, ayudó a Isabel a levantarse y ponerse una bata, cogieron la bolsa que tenían preparada y salieron corriendo para el hospital. “¡Espera, la cámara de vídeo!”, recordó Pablo cuando estaban ya en la puerta. “¡¿Cómo voy a esperar?! ¡Díselo a tu hija, que no para de empujar! ¡¡Pablooo!!”. Pero Pablo la había dejado con las piernas abiertas en la puerta de la calle y estaba ya subiendo los escalones de dos en dos para coger la cámara. Al bajarlos, también de dos en dos, pisó el reguero de líquido amniótico que había ido dejando Isabel y volvió a resbalar desde lo alto, cayendo por la escalera pegando culazos en todos los escalones. “¡¡Aaahhh!!”, gritó Pablo al llegar abajo. “¡¡Pablo!! ¿Qué te has hecho?”, exclamó Isabel al oír el tremendo batacazo. “¡¡Mierda!!”, gritó él. “¡Ya se ha roto la cámara!”. “¡¡Anda, vamos ya o me cojo yo un taxi!!”. “¡Voy!”, dijo él mientras se levantaba a duras penas doliéndose de todos los golpes.
El camino en coche no fue menos accidentado, dado el estado de nervios en que estaban los dos. Suerte que era plena noche y había poco tráfico. Finalmente llegaron al hospital e Isabel fue rápidamente llevada a la sala de partos, donde al momento acudieron los médicos y lo prepararon todo. A Isabel las contracciones ya le venían una detrás de otra, estaba bañada en sudor y el dolor se reflejaba claramente en su cara. “Dame la mano, cariño”, dijo a su marido. Pablo, a su lado, apretó su mano con fuerza. “¡Venga, ánimo! ¡¡Empuja más fuerte!!”. “¡¡Aaargh!!”, gritó ella, estrujando la mano de Pablo. “¡¡Aaah!! ¡Cuidado, cielo, que me partes los dedos!”. Acompañando este último grito, la cabeza de la pequeña empezó a asomar. “¡Ya está aquí!”, anunció una de las enfermeras. Cuando Pablo vio la pequeña cabecita empapada en sangre y otros líquidos viscosos, no pudo aguantar más el nerviosismo y se desplomó al suelo, soltando la mano de Isabel.
Cuando recobró el conocimiento, varias enfermeras le estaban sujetando y dándole golpecitos en la cara para reanimarlo. Isabel estaba acostada en la cama con una gran sonrisa de felicidad y su hija en brazos. “Mira, cielo. Aquí está ya… nuestra Desirée. ¿Quieres cogerla?”. Pablo dio un sentido beso en los labios a Isabel, al que ella correspondió totalmente entregada, como hacía ya tiempo que no ocurría. Mientras Pablo cogía a la pequeña en brazos con sumo cuidado, ambos pensaban en lo mucho que se querían y cómo las cosas entre ellos se habían torcido últimamente. Si todo pudiera volver a ser como al principio… Isabel miraba embobada a Pablo con la niña y pensaba: “Si al menos pudiera estar segura de que el padre eres tú y no Ken…”.
Casi un año y medio después, Pablo encuentra en su “facebook” un nuevo mensaje de Elisa, unas dos semanas después de haberla aceptado como amiga: “¡Hola! Me alegré mucho de que me agregaras. Si te apetece que nos conozcamos, espérame el próximo sábado a las ocho y media de la tarde en la Plaza de Uncibay. Sé que vendrás. Nos vemos. Un besito. ; )”. Pablo se quedó pensando. La verdad es que sentía curiosidad por esta misteriosa chica. ¿De qué le conocería? ¿Y por qué estaba interesada en él? No sabía si este era el mejor momento para enredarse con alguien. Mientras pensaba en esto, oyó cerrarse la puerta de la casa. “¡Cielooo, ya estoy en casa!”. Era Patricia, que acababa de llegar. Por un momento, su corazón había dado un salto pensando que fuera Isabel. Llevaba ya quince días sin saber nada de ella. Justo en ese instante, sonó su móvil. Pablo miró la pantalla. Era Isabel.
Foto cedida por Pilar Molina
Dedicado a mi amiga Débora.
Espero que tu parto no sea tan accidentado como este
y que Irene nazca genial. ¡Felicidades, mamá!
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