Sandalias Con Calcetines

Sandalias Con Calcetines

domingo, 19 de diciembre de 2010

Capítulo 11

“¡Cariño, ya estoy en casa!”, dijo Isabel al entrar en la habitación donde estaba Kenneth. Volver a su lado siempre era para ella un soplo de aire fresco, ya que le aportaba una gran serenidad y estabilidad. Llevaban seis meses viviendo juntos en Londres, desde que él salió del coma, aunque las idas y venidas de ella habían sido constantes y él seguía ignorando cualquier detalle relacionado con la vida anterior de “Sabina” o con los secretos que guardaba. “Menos mal”, dijo él. “Pensaba que no estarías aquí para pasar las fiestas. Podremos celebrar juntos la Nochebuena, ¿no?”. “Claro que sí, mi amor”, dijo ella mientras soltaba las maletas y corría a darle un beso. Mientras le besaba, vinieron a su mente multitud de pensamientos y recuerdos: su pequeña hija, a la que ya apenas veía, su vida anterior, todas las aventuras que había tenido en los últimos años, pero sobre todo, en un momento dado, en su cabeza sólo estaba la imagen de Pablo y un impulso irrefrenable hizo que apartara bruscamente sus labios de los de Kenneth. “¿Qué te pasa?”, dijo él. “Tienes mala cara”. “¿Cómo lo sabes, si no puedes verla?”, respondió Isabel. “Hay cosas, Sabina, que no hace falta verlas para saberlas”. “No es nada en particular”, dijo ella, “es una sensación extraña. ¿Alguna vez te has preguntado si eres feliz, Ken?”. "Buena pregunta”, dijo él, “pero yo pienso que en ese tema, más importante que serlo es saberlo. Imagina que fueras feliz y lo supieras. ¿Qué sentido tendría entonces tu vida? Tendrías todo lo que deseas, no te quedaría ningún sueño por alcanzar, ningún deseo que cumplir. ¿Para qué? Si ya eres feliz... Tu máxima aspiración sería mantenerte como estás, y a fuerza de mantenerte sin aspirar a nada más, terminarías por aburrirte y dejarías de ser feliz, porque tu vida estaría vacía".
Isabel nunca se lo había planteado así. Vio que realmente no sabía si era feliz y que realmente esto le angustiaba a veces. Las dudas sobre si hacía o no lo correcto con su vida, si estaba en el buen camino o se estaba equivocando a cada paso que daba, la atenazaban y no la dejaban disfrutar de ese camino, bueno o malo, que iba recorriendo cada día desde que nació. A veces se sentía como la protagonista de una película (¿o mejor como una secundaria?, sí, probablemente en el mundo había mucha gente más importante como para que ella pensara que podía ser protagonista de algo). Y en esta película había muchos personajes, unos "buenos" y otros "malos", unos la hacían sentir bien e incluso protagonista en algún momento, pero otros (en ocasiones, incluso ella misma) anulaban su autoestima hasta hacer que se sintiera indigna de participar en esa película que era su vida y, mucho menos, de esperar un final feliz.
Kenneth había aparecido en su vida por casualidad (¿o no?, dicen que todo pasa por algo). Ninguno de los dos hubiera pensado en aquel momento que el otro iba a ser tan importante en su vida como de hecho ya lo eran el uno para el otro, aunque no supieran bien por dónde los llevaría el guionista de esa película en la que compartían cada vez más escenas. Porque había un guionista, ¿no? ¿O quizás los guionistas eran ellos mismos? Si era así, había que escribir el guión con cuidado. Era una gran responsabilidad que el final de la película fuera el adecuado, ya que estaba en juego la felicidad de los personajes. Otra vez la felicidad. ¿Por qué nadie nos dirá cómo se alcanza? Nos ahorraría tantos quebraderos de cabeza... 
Casi dos meses antes, tras una noche para olvidar, Patricia seguía sin poder recuperar la calma, ya que los golpes en su puerta eran cada vez más insistentes. “Abra, Patricia”, dijo finalmente una voz masculina. “Déjeme hablar con usted. Tengo noticias que le interesan sobre su amiga Isabel y puedo ayudarle a volver con Pablo”. El miedo de Patricia se convirtió en sorpresa. ¿Quién sería este hombre que parecía conocer tan bien su vida? ¿Podría fiarse de él? Pero entonces, ¿por qué la perseguía la noche anterior? Ahora bien, si era verdad que podía recuperar a Pablo, no podía desaprovechar la oportunidad. Tras pensárselo un momento y ante la insistencia de su repentino invitado, abrió la puerta. Jorge pasó y charlaron durante largo rato en lo que sólo fue el principio de una inesperada alianza entre ambos para separar definitivamente a Isabel y Pablo.
En su casa, Pablo leyó el mensaje que le envió Elisa unos días después del plantón: “Sé que estarás muy enfadado conmigo por no haber acudido a nuestra cita. Es que al final me dio muchísima vergüenza y no pude. Verás, es que… soy un poco diferente a la foto que has visto en mi perfil. Digamos que la foto que puse no es mía, pero es una larga historia. Espero que puedas perdonarme y sigas queriendo conocerme para que te la pueda contar. ¿Qué me dices?”. Pablo no sabía qué pensar. ¿Por qué habría puesto Elisa la foto de otra persona en su perfil? Y lo que más le intrigaba… ¿cuál sería su aspecto real para que decidiera hacer eso? Respondió a su mensaje e intentó resolver estas incógnitas, pero ella se resistía a soltar prenda, insistiendo en que le daría todas las respuestas que necesitara cuando se conocieran personalmente. Siguieron chateando y enviándose mensajes durante más de un mes después de aquello y Pablo cada vez se sentía más atraído por la personalidad y la simpatía de aquella mujer que le hacía olvidar todos sus problemas, así que finalmente se decidió a volver a quedar con ella aun sin saber cuál era su aspecto, o quizás precisamente atraído por todo el misterio que la envolvía.
El día de su nueva cita con Elisa, Pablo llegó pronto a casa del trabajo para arreglarse y prepararse a conciencia. No quería que esta vez nada saliera mal. “D. Pablo, le han llamado de la clínica. Han dicho que era urgente”, le dijo Alicia cuando llegó a casa. Alicia era la empleada de hogar que había contratado Pablo ante la imposibilidad de atender adecuadamente su casa y, sobre todo, a su hija, desde que se marchó Isabel. Al principio recurrió a sus padres para cuidar a la niña, e incluso a sus suegros, los padres de Isabel, que también estaban desconcertados con la actitud de su hija, pero a la larga Pablo se dio cuenta de que lo mejor era contratar a alguien que le ayudara en las tareas de la casa y le sirviera de canguro cada vez que su trabajo y sus planes le impidieran cuidar de la pequeña Desirée. Pablo llamó inmediatamente a la clínica donde le habían realizado las pruebas de paternidad. “Señor Alonso”, dijo el doctor al otro lado del teléfono, “ya tenemos los resultados de sus pruebas. No hay ninguna duda. Desirée es su hija”. “¡¡Sí!!”, exclamó Pablo sin poder refrenar su entusiasmo. Colgó el teléfono y abrazó a Alicia hasta casi estrujarla. “¿Buenas noticias, D. Pablo?”, dijo esta sin saber bien cómo reaccionar. “Buenísimas”, dijo Pablo, “no podían ser mejores. Y por favor, llámame Pablo”.
Cuando aquella noche Pablo acudió a su cita con Elisa, el estado de euforia en que se encontraba hacía que le diera exactamente igual el aspecto físico de ella; estaba decidido a no dejar pasar la oportunidad de conocer a aquella mujer que tanto le atraía. Ella le había dado como únicos datos que llevaría una chaqueta roja y un broche dorado. Nada más entrar al bar donde habían quedado, profusamente decorado con motivos navideños ante la inminencia de las fiestas, Pablo se fijó en una chica morena muy atractiva que estaba sentada en la barra tomándose una copa. A su lado, una pareja parecía discutir y en las mesas había varias personas solas, alguna que otra familia, otra pareja al fondo, pero ni rastro de su cita. ¿O quizás sí? Al fondo del bar, Pablo vio sentada en una mesa a una mujer de unos cuarenta y tantos años, bastante entrada en carnes y no demasiado agraciada físicamente, que llevaba una chaqueta roja y un broche dorado. Pablo no podía creérselo. Se sintió tentado de darse media vuelta y salir del bar. ¿Sería posible que fuera aquella la mujer que tanto había conseguido atraerle a través de internet? Con razón no había puesto su verdadera foto y se echó para atrás en su primera cita. La verdad es que, viéndola ahora, su atracción por ella se había visto reducida considerablemente, pero a pesar del desengaño, si era la misma persona, seguro que se lo pasaba bien con ella, y por charlar un rato no perdía nada. Así que se acercó a la mujer y le dijo: “¿Elisa?”. “Me llamo Remedios”, respondió la mujer. Ahora sí que Pablo estaba desconcertado. “Perdone”, le dijo a la mujer, “es que había quedado aquí con una mujer con una chaqueta y un broche como el suyo”. “Entiendo”, dijo la señora, “creo que a quien busca es a aquella chica. Me ha dado veinte euros para que me pusiera esta chaqueta y este broche y me sentara aquí a esperar”. La mujer apuntaba a la chica morena que había visto Pablo al entrar, que estaba en la barra mirándoles y partiéndose de risa. Pablo se acercó a ella todavía con la cara de tonto que se le había quedado. “¿Tú eres Elisa? Pero entonces…”. “Sí, yo soy Elisa”, dijo ella sin dejar de reírse. “Tranquilo, tonto, que has superado la prueba”. Y le dio un apasionado beso al que Pablo respondió encantado. Por primera vez en muchos meses, Pablo se relajó completamente y se sintió feliz. Parecía que la vida empezaba a sonreírle.
"Pero ahora", siguió diciéndole Kenneth a Isabel, "imagina que eres feliz y no lo sabes. Yo creo que esto es lo mejor. Tu vida es agradable, placentera, haces lo que te gusta, te rodeas de la gente que te quiere, les quieres y dejas que te quieran. Vas andando el camino sin grandes dificultades (recuerda que lo importante en la vida no es el final, sino el camino, cada meta alcanzada no es más que el comienzo de un nuevo viaje), pero el no ser consciente de que eres feliz te hace estar alerta, plantearte cosas, evaluar tu vida y tratar siempre de mejorar, tomar decisiones que a veces serán acertadas y otras veces no, pero son las tuyas y son las que van componiendo tu existencia, con sus luces y sus sombras, sus sonrisas y sus lágrimas, porque todas forman parte de la vida y construyen lo que eres; lo que no te destruye te hace más fuerte y de los errores es de lo que más se aprende. Entonces, ¿por qué tener miedo? No tiene sentido temer a lo que te rodea, a los demás, a ti mismo, a las cosas que te pasan, a las decisiones que tomas, porque todo ello es necesario para tener una vida plena, en la que tú eres el guionista y el protagonista, y no un simple espectador. Lo importante es no dejar nunca de buscar, de hacerse preguntas, de luchar, de amar, de desear, de soñar... porque cuando dejas de hacer todo esto, ya no te queda nada más, ya te puedes morir".
Isabel respiró hondo, dio un gran suspiro y su corazón saltó en su pecho. Por su mejilla corrió una lágrima, pero al mismo tiempo en su cara se dibujó una amplia sonrisa. Se sintió tranquila y relajada, como hacía tiempo que no estaba. Por primera vez en mucho tiempo, recordó que ella tenía el control sobre su vida y esto le agradó. Se acurrucó entre los brazos de Kenneth mientras él la besaba en la frente. No sabía si estaba cerca de la felicidad, pero de momento, el camino que iba haciendo le gustaba.

SCC os desea ¡¡Felices Fiestas!!
y se despide hasta el 8 de enero.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo 10

Aquella noche, la última de octubre, Patricia tuvo una pesadilla. Soñó que estaba en casa de Pablo acunando a Desirée y que, cuando después se iban a la cama, oían a la niña llorar. Pero al ir a ver qué le pasaba, la niña no estaba y cuando volvía a la habitación a buscar a Pablo, este también había desaparecido. En su lugar, estaba Isabel vestida de novia con el traje ensangrentado y blandiendo en su mano el cuchillo de la tarta nupcial, y cuando la veía, salía corriendo detrás de ella amenazándola a gritos y acusándola de haberle robado a su familia. Cuando despertó, Patricia estaba bañada en sudor y con el corazón a punto de salírsele del pecho.
            No era extraño que justo aquella noche su sueño no fuera tranquilo y reposado. Llevaba toda la semana, desde que Pablo la había echado de su casa tras enterarse de que Isabel iba a abandonarle, tratando de hablar con él para intentar arreglar las cosas, pero él no le cogía el teléfono. Por eso, la tarde antes había decidido plantarse en su casa (ella todavía tenía la llave) para que no pudiera prorrogar más el hablar con ella. Cuando llegó, Pablo no estaba, así que se sirvió una copa de vino y se sentó a esperarle. Cuando Pablo la vio allí, a su vuelta de su consulta con Jorge, se puso hecho una furia, le dijo que era la culpable de que su vida se estuviera hundiendo, la acusó de traidora por haber pretendido ocupar el puesto de su mejor amiga desde la infancia, le exigió que le devolviera la llave de la casa y le dijo que no quería volver a verla nunca. A lo que, por supuesto, Patricia, orgullosa como ella sola, respondió también con contundencia negando las acusaciones de Pablo y exigiéndole que le dejara recuperar la vida que ella se había ganado a pulso y que Isabel había perdido por méritos propios. Tras una tensa discusión en la que se cruzaron palabras muy hirientes y a punto estuvieron de llegar a las manos, Patricia tuvo que irse a regañadientes cuando Pablo amenazó con llamar a la policía. Tras el portazo de ella, Pablo, recordando lo que acababa de decirle Jorge sobre la furia y la tristeza, se dejó caer en el sofá y lloró amargamente.
            El camino de vuelta a casa se le hizo a Patricia especialmente largo. No había traído el coche, por lo que decidió coger un taxi. Sin embargo, no fue tan fácil. Se había hecho de noche y el tiempo seguía siendo infernal, como casi toda la semana. En las calles desiertas de domingo por la noche era prácticamente imposible coger un taxi, así que, tras un rato esperando sin éxito, Patricia se decidió a volver a casa a pie. La lluvia caía incesante y cada vez más fuerte, lo que, unido al fuerte vendaval, hacía que el paraguas fuera prácticamente inservible. Las ramas de los árboles del parquecillo por el que pasaba se agitaban al compás del viento que aullaba entre ellas y las escasas hojas se desprendían, dándole en la cara y mojándosela de un bofetón, como haciéndole pagar sus culpas y pidiéndole cuentas por sus errores. Las únicas personas que acompañaban su camino eran, de vez en cuando, grupos de niños y jóvenes disfrazados de monstruos, brujas y fantasmas, que corrían de un lado a otro para protegerse del mal tiempo y llegar a alguna fiesta de Halloween, costumbre cada vez más extendida en nuestro país que anuncia de forma frívola la llegada del Día de los Difuntos.
            Ante este panorama y después de la escena vivida en casa de Pablo, el estado de nerviosismo de Patricia iba en aumento. Pero además, cuando enfilaba su calle, empezó a sentir unos pasos que parecían seguirla. Sin dejar de andar y apretando el paso cada vez más, miró a su alrededor, pero parecía no haber nadie. Tiró el paraguas, que no hacía más que incomodarle, y siguió andando más y más deprisa sin importarle ponerse como una sopa. Los pasos tras ella sonaban cada vez más cerca e iban acelerando al mismo ritmo que ella. En ese momento, se vio un relámpago y, acto seguido, sonó un tremendo trueno que hizo que Patricia diera un bote y se estremeciera del susto. Faltaban unos metros para su casa, así que echó a correr mientras buscaba la llave en el bolso con dificultad. Los pasos que la seguían también comenzaron a correr y, cuando estaban a punto de alcanzarla, Patricia pudo por poco entrar en el portal y cerrar la puerta tras ella. Con la respiración entrecortada y corriendo a oscuras por las escaleras para no entretenerse en buscar la luz ni esperar el ascensor, Patricia oyó cómo alguien abajo golpeaba la puerta del bloque. Con el corazón saliéndosele por la boca, entró en su piso cerrando la puerta de golpe y apoyando en ella la espalda mientras recuperaba el aliento, de modo que acabó sentada en el suelo. Entonces, vio a su lado un papel que seguramente alguien había deslizado antes por debajo de la puerta. Lo abrió y pudo leer: “Lo sé todo. Quedan muchas cuentas pendientes. No hagas tonterías. Tendrás noticias mías”. Su corazón dio otro vuelco. Se acercó a la ventana y, en la calle, vio sólo una figura con gabardina y sombrero alejándose bajo la lluvia. Cerró la persiana, se quitó la ropa mojada y se fue a la cama, aunque estuvo varias horas con los ojos como platos pensando en todo lo que había vivido en las últimas horas.
Tras la pesadilla, Patricia fue incapaz de seguir durmiendo, así que cuando el primer rayo de luz entró por las rendijas de las persianas, se levantó con unas ojeras que le llegaban al suelo y se asomó a la ventana. La lluvia había parado y aquella mañana lucía el sol. En la calle no había demasiada gente, ya que era un día festivo y era temprano aún, pero las personas que se veían parecían actuar con normalidad e incluso alegres. No se veía rastro de la misteriosa figura de la noche anterior. Patricia se dio una ducha y se dispuso a desayunar. En ese momento, alguien pegó insistentemente y con fuerza a la puerta de su piso.

Foto cedida por Antonio Torres

domingo, 5 de diciembre de 2010

Capítulo 9

            Al día siguiente a primera hora, Pablo pidió cita a Jorge. Siempre le había ayudado mucho hablar con él, ya que parecía tener una respuesta serena y lúcida para cada situación, y ahora más que nunca necesitaba sus consejos. Los últimos acontecimientos le habían dejado en un estado de shock mezcla de rabia, dolor, culpabilidad, impotencia y desconcierto. Jorge le dijo que estaba volviendo de un viaje, pero que podría atenderle a última hora de la tarde. Si hubiera sabido de dónde venía Jorge, que había estado horas antes con su mujer y el papel determinante que había tenido el psicólogo en la relación de Isabel y Pablo durante los últimos años, seguramente habría buscado otro confidente.
            “Hace unos días tenía una vida familiar con mi hija y con mi mujer, la mujer que siempre he querido desde niño”, dijo Pablo al tumbarse en el diván de la consulta de Jorge. “Es cierto que la relación últimamente no era muy idílica que digamos, pero de ahí a que de pronto se vaya sin decir nada y ahora me diga que lleva años engañándome… saber que estará con otro Dios sabe dónde y que dice que necesita separarse de mí… y lo peor de todo, que mi niña, mi Desirée, a la que quiero con locura, puede no ser hija mía… Si es que seguramente la culpa es mía, por haberla engañado también todos estos años con Patricia, por la que además no siento nada. Y para colmo de males, el único rayo de luz que podía tener en este momento, Elisa, por la que estaba empezando a ilusionarme, va y me deja plantado sin decir nada después de crearme expectativas y de haber sido lo único positivo que me ha pasado en las últimas semanas…”. “¿Y tú ahora mismo cómo te sientes?”, le preguntó Jorge. “¿Que cómo me siento? Pues tengo ganas de destrozarlo todo, de romper todo lo que tengo a mano, de hacer que se arrepienta de haberme estado engañando todo esto tiempo, de matar a todos los hombres con los que haya estado, de matar a Patricia por haberme incitado a estropearlo todo, de encontrar a Elisa y preguntarle por qué ha jugado con mis sentimientos, de…”. “Tranquilo, Pablo”, le interrumpió Jorge. “Hay que dejar sitio a todos los sentimientos en una situación como la que tú estás viviendo, pero es bueno identificar y canalizar esas emociones para que no nos hagan perder el norte. Déjame que te cuente…”. Y Jorge empezó a relatarle la siguiente historia:
“En un reino encantado donde los hombres nunca pueden llegar, o quizá donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta… había una vez un estanque maravilloso. Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente. Hasta aquel estanque mágico y transparente se acercaron la tristeza y la furia para bañarse en mutua compañía. Las dos se quitaron sus vestidos y, desnudas, entraron en el estanque.
La furia, que tenía prisa (como siempre le ocurre a la furia) sin saber por qué, se bañó rápidamente y, más rápidamente aún, salió del agua. Pero la furia es ciega o, por lo menos, no distingue claramente la realidad. Así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, el primer vestido que encontró. Y sucedió que aquel vestido no era el suyo, sino el de la tristeza. Y así, vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calmada, muy serena, la tristeza terminó su baño y, sin ninguna prisa, con pereza y lentamente, salió del estanque. En la orilla se dio cuenta de que su ropa ya no estaba. Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo. Así que se puso la única ropa que había junto al estanque: el vestido de la furia.
Cuentan que, desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada. Pero si nos damos tiempo para mirar bien, nos damos cuenta de que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad, está escondida la tristeza.”
            Unos días antes, en Londres, Jorge había estado también atendiendo a Isabel, justo antes de la llamada en que esta le confesó a Pablo toda la verdad. “¿Estaré haciendo bien?”, le preguntó ella. “Sé que, llegado este punto, no hay vuelta atrás, pero me aterra pensar que todo esto se hubiera podido solucionar de otra forma. Quizás mi relación con Pablo todavía tuviera posibilidades sin recurrir a estos métodos tan drásticos”. “Os habéis hecho mucho daño, Isabel”, le dijo Jorge, “hay heridas que nunca se llegan a curar del todo y culpas irreparables. Déjame que te cuente…”. Y le explicó lo siguiente:
“Había una vez una princesa, que quería encontrar un esposo digno de ella, que la amase verdaderamente. Para lo cual puso una condición: elegiría marido entre todos los que fueran capaces de estar 365 días al lado del muro del palacio donde ella vivía, sin separarse ni un solo día. Se presentaron centenares, miles de pretendientes a la corona real. Pero claro, al primer frío la mitad se fue, cuando empezaron los calores se fue la mitad de la otra mitad, cuando empezaron a gastarse los cojines y se terminó la comida, la mitad de la mitad de la mitad, también se fue. Habían empezado el primero de enero, pero cuando entró diciembre y empezaron de nuevo los fríos, solamente quedó un joven. Todos los demás se habían ido, cansados, aburridos, pensando que ningún amor valía la pena. Solamente este joven, que había adorado a la princesa desde siempre, estaba allí, anclado en esa pared y ese muro, esperando pacientemente que pasaran los 365 días.
La princesa, que había despreciado a todos, cuando vio que este muchacho se quedaba, empezó a mirarlo pensando que quizás ese hombre la quisiera de verdad. Lo había espiado en octubre, había pasado frente a él en noviembre, y en diciembre, disfrazada de campesina, le había dejado un poco de agua y un poco de comida, le había visto los ojos y se había dado cuenta de su mirada sincera. Entonces le había dicho al rey: «Padre, creo que finalmente vas a tener un casamiento y que por fin vas a tener nietos; este es el hombre que de verdad me quiere». El rey se había puesto contento y comenzó a prepararlo todo. La ceremonia, el banquete, e incluso le hizo saber al joven, a través de la guardia, que el primero de enero, cuando se cumplieran los 365 días, lo esperaba en el palacio porque quería hablar con él.
Todo estaba preparado, el pueblo estaba contento, todo el mundo esperaba ansiosamente el primero de enero. El 31 de diciembre, el día después de haber pasado las 364 noches y los 365 días allí, el joven se levantó del muro y se marchó. Fue hasta su casa y fue a ver a su madre, y ésta le dijo: «Hijo, querías tanto a la princesa, estuviste allí 364 noches, 365 días y el último día te fuiste. ¿Qué pasó? ¿No pudiste aguantar un día más?». Y el hijo contestó: «¿Sabes, madre? Me enteré de que me había visto, me enteré de que me había elegido, me enteré de que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor. Pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarme una noche de sufrimiento no merece de mi amor, ¿verdad, madre?».
Cuando estás en una relación y te das cuenta de que, pudiendo evitarte una mínima parte de sufrimiento, el otro no lo hace, es porque todo se ha terminado.”
            Lo que ni Pablo ni Isabel sabían es que Jorge tampoco estaba pasando por su mejor momento. Su obsesión por Isabel estaba empezando a ser enfermiza, tanto que había pedido ayuda a un colega suyo a quien recurría cuando, por encontrarse demasiado implicado emocionalmente, era incapaz de sacar conclusiones objetivas. “Marcelo”, le dijo, “te llamo porque esto me está volviendo loco. He convencido a Isabel de venir a Londres y empezar una nueva vida para separarla de Pablo y poder estar más tiempo con ella, pero sus planes no son precisamente los más idóneos para que lo nuestro tenga algún futuro. Ella me ignora totalmente, está viviendo con su nuevo novio inglés, y además no ha renunciado en absoluto a su marido. Creo que llevo años esforzándome y poniendo energías en algo que nunca va a salir bien. Me pregunto si no sería lo mejor tirar la toalla y tratar de olvidar todo esto y rehacer mi vida”. “Nunca te rindas hasta que no esté dicha la última palabra”, dijo Marcelo. “Déjame que te cuente…”. Y le contó este relato:
“Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: «No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril». Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: «¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora». Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas. Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla. Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.”
            Y desde ese día, Jorge se decidió definitivamente a patalear hasta salir de la nata que lo tenía atrapado.

En homenaje a los maravillosos cuentos del gran Jorge Bucay. 

Foto cedida por Laura Trujillo

(Este capítulo incluye los cuentos "La tristeza y la furia", "La princesa busca 
marido" y "Las ranitas en la nata", publicados en los libros "Cuentos para pensar" y "Déjame que te cuente..." de Jorge Bucay, por RBA Libros)

sábado, 27 de noviembre de 2010

Capítulo 8

            El otoño es oscuro, gris por naturaleza. Los días son mucho más cortos, te quedas sin tiempo para aprovechar las tardes, y si lo haces es con una luz artificial que ahoga la vitalidad que semanas antes derrochabas en las terrazas hasta altas horas. Se marchan los anticiclones y vienen las borrascas con sus nubes, sus lluvias, sus tormentas y las primeras nieves. Hay que sacar del armario la ropa de invierno, las chaquetas y los abrigos porque las noches y las mañanas son frías, pero en las horas centrales del día todavía las temperaturas son suaves, así que toda esa ropa de abrigo se convierte en una pesada carga que no hay más remedio que soportar. Además, con las lluvias, se añaden a nuestro quehacer diario toda una batería de nuevas rutinas: esquivar los charcos, limpiarte los zapatos en la alfombra al llegar a casa, colgar la gabardina donde no gotee, engrasar el limpiaparabrisas y olvidarte de lavar el coche… y, por supuesto, el paraguas se convierte en nuestro compañero inseparable de fatigas. ¿Siempre? No. Cuando lo llevas, caen dos gotas tímidas, pero los verdaderos chaparrones acuden cuando te lo has dejado en casa o en algún paragüero. ¿Te has preguntado alguna vez dónde irán todos esos paraguas que soltamos cuando llegamos a una tienda, a un bar, a una oficina... y dejamos olvidados porque al salir ya no llueve? Si pudieran sentir, ¿qué pensarían al ver la facilidad con que nos desprendemos de ellos sin el menor remordimiento? Porque los paraguas no tienen sentimientos, ¿no? ¿O sí?
            Para muchos, el otoño es sinónimo de tristeza, apatía, desánimo… la época que trae consigo los resfriados y las gripes, el frío que a veces te cala hasta los huesos… El otoño simboliza para algunos la vejez, los efectos del paso del tiempo, el recambio de lo viejo por lo nuevo que vendrá… en los árboles caducos, las hojas cambian su color verde por un tono entre marrón y amarillento, hasta que finalmente acaban secándose y alfombrando los suelos de los campos y ciudades, siendo arrastradas por el viento, que sopla más fuerte y las lleva de un lado a otro, testigos mudos de multitud de historias a su paso.
            En Londres, la mayor parte del tiempo es otoño, pero aquella tarde de octubre en que Isabel se decidió a mudar las hojas secas de su silencio por una sinceridad insólita en ella, fue especialmente gris, y fue tan sólo la primera de muchas, ya que el temporal había llegado para quedarse. “¿Isa? ¿Eres tú?”, acertó a articular Pablo al otro lado del teléfono sin podérselo creer”. “¿Quién es, cariño?”, preguntó Patricia, entrando en la habitación, recién llegada del trabajo. Pablo, tremendamente disgustado, le hizo rápidamente un gesto de que se callara, pero ya era tarde, Isabel la había escuchado. “Es Patricia, ¿verdad? Dale saludos de mi parte”, dijo irónicamente. “Y no hace falta que me des ninguna explicación. Sé que estás liado con ella. ¿Cómo está Desirée? ¿Me echa mucho de menos?”. Pablo no sabía qué responder: al shock de volver a tener noticias de su mujer se unió la tremenda vergüenza de sentirse pillado en su engaño. “Bien, claro que te echa de menos, eres su madre. Isa, ¿dónde estás? ¿Por qué te has ido sin decir nada? No sé lo que sabes de Patricia, pero no es lo que piensas y te lo puedo explicar”. “No hace falta, Pablo. Ya no importa”, respondió Isabel. “Además, no tengo nada que echarte en cara, porque yo tampoco he sido ninguna santa. Desde que nos casamos, te he engañado con un montón de hombres. Ninguno de ellos ha significado nada para mí, pero ahora es diferente y ya no puedo seguir ocultándotelo”. Pablo escuchaba mudo sin dar crédito a lo que le estaba ocurriendo, mientras Patricia presenciaba la escena sin enterarse muy bien de qué pasaba y sin atreverse a abrir la boca ni a moverse. “Isa”, pudo decir finalmente Pablo. “Sea lo que sea que haya pasado, ven y lo hablamos. No puedes dejarme así. ¿Qué pasa con la niña? Y yo… yo te quiero”. “Yo también te quiero”, dijo Isa rompiendo por primera vez su tono de frialdad con un atisbo de emoción, “siempre te he querido. Pero no puedo seguir estando a tu lado como si nada hubiera pasado ni por tu parte ni por la mía. Han sido demasiadas cosas y ya es muy tarde para dar marcha atrás y hacer borrón y cuenta nueva. Y la niña…”. Al hablar de su hija, Isabel se derrumbó y no pudo contener las lágrimas en un llanto ahogado que trataba de disimular. “La niña es lo que más me duele de todo esto. Haz el favor de cuidarla y no permitas que se olvide de su madre. Pronto volveré a verla, pero de momento está mejor contigo. Necesito tiempo y distancia para poner mis cosas en orden, mi mundo está patas arriba y para arreglarlo tengo que estar separada de ti. Pero tendrás noticias mías pronto”. “Isabel”, dijo Pablo, “dime al menos dónde estás. ¿Cómo hemos podido llegar a esto?”. “No lo sé, Pablo, pero hemos llegado. Y donde estoy es lo de menos ahora mismo. Ah… una última cosa”. “Dime”, respondió Pablo entre resignado y conmocionado. “Necesito que vayas con la niña y os hagáis una prueba de paternidad. Una madre sabe ciertas cosas, pero es justo que nos aseguremos”. Aquello era ya lo que le faltaba a Pablo. “¿¿Me estás diciendo que Desirée no es mi hija??”, explotó Pablo. Su capacidad de asimilar noticias de este tipo con serenidad había llegado a su límite. “Te estoy diciendo”, respondió Isabel intentando mantener la calma, “que no es seguro al cien por cien, así que lo mejor es que te hagas la prueba. Bueno, te tengo que dejar. Perdona por todo. Hasta pronto”. Y colgó. La conmoción de Pablo había alcanzado cotas que ni él mismo podría haber imaginado. Patricia, sin saber muy bien qué decir, preguntó tímidamente: “¿Qué pasa? ¿Qué te ha dicho?”. Pero Pablo estaba demasiado confundido para dar explicaciones. “Patri, es mejor que dejemos de vernos”, le dijo. “¿Cómo?”, respondió Patricia. “No puedes hacerme esto. Yo he estado a tu lado en los malos momentos, nunca te he engañado y siempre te he querido. No me merezco que me dejes de esta manera. Dame al menos un motivo”. “¡¡Vete!!”, gritó Pablo. “¡Esto se ha acabado! Ya hablaremos, pero ahora necesito estar solo”. “¡Esto no va a quedarse así! ¡Tú no me conoces!”, fue lo último que dijo Patricia antes de irse. Tras el ruido de sus tacones por la escalera, su despedida fue un portazo que hizo temblar los cimientos de la casa. Pablo se quedó tumbado en la cama, hundido y dándole vueltas a todo lo sucedido.
            El sábado siguiente, Pablo acudió a su cita con Elisa Jurado. Su vida se había derrumbado y no sabía qué sería de él a partir de ahora, pero le pareció lo mejor para desconectar de sus problemas conocer a esta chica y tener algo distinto en lo que pensar. El otoño también se había instalado en Málaga, y en el camino hasta la plaza donde había quedado con Elisa, Pablo se puso hecho una sopa. La lluvia había arreciado y los truenos se oían cada vez más cercanos. Había pasado un cuarto de hora desde la hora de su cita, las ocho y media, y Pablo empezaba a impacientarse y a preguntarse qué estaba haciendo allí. Pese a ser un sábado por la noche en el centro de la ciudad, el mal tiempo le daba a la plaza un aire siniestro y apenas había nadie, tan sólo de vez en cuando pasaba alguien corriendo y peleándose con el paraguas, ya que el viento cada vez soplaba más fuerte. Tanto era así que en una de las ráfagas, el paraguas de Pablo se volvió del revés y la tela se desprendió de las varillas. En ese momento, su reloj emitió un ligero pitido. Eran las nueve. Elisa no había aparecido. Solo, sin paraguas y sin saber qué hacer con su vida, Pablo levantó la cabeza mirando al cielo, cerró los ojos para evitar la lluvia que caía incesante y, aguantando el chaparrón, pensó en por qué todo lo malo parecía pasarle a él. El otoño es época de cambios, pero esto ya era demasiado.

Foto cedida por Salva Villasana

sábado, 20 de noviembre de 2010

Capítulo 7

            “Ja, ja… paraaa. Que me haces cosquillas. Venga ya, tonta. Je, je. Bueno, un poquito más. Sigue, anda, otro besito. ¡Aah!, ¿qué haces, bruta? Ja, ja… No, que por ahí sabes que no me gusta…”. El sueño de Pablo se interrumpió bruscamente con el grito de Isabel: “¡¡Pablooo!!”. “¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Cómo?”, preguntó Pablo desconcertado con los ojos pegados y mirando para todas partes. “¡Despierta, que llevo un rato llamándote! ¡¡Que he roto aguas!! Anda, quita esa sonrisa de bobalicón, deja de babear y ayúdame a levantarme. A saber lo que estarías soñando”. “Seguro que estaba soñando con Patricia”, pensó Isabel mientras refunfuñaba para sus adentros. “¿Eh? ¿Yo? No, nada. ¿¿Que has roto aguas?? ¡¡La niña!! ¡Dios! ¡Voy, espera!”, dijo Pablo mientras se levantaba. Con las prisas, se puso la zapatilla izquierda en el pie derecho y al contrario y dio rápidamente la vuelta a la cama para ayudar a Isabel a levantarse. “¡Voy, ya llego! Estas zapatillas han encogido. Claro, como tienes que echarle a todo un litro de suavizante… Anda, dame la mano”. Según agarraba las manos de Isabel y tiraba de ella, pegó un resbalón y se cayó de espaldas atrayéndola a ella también hacia el suelo. Suerte que ella se soltó de sus manos a tiempo. “¿Estás loco o qué? ¡Que por poco me tiras!”. “¡¡Aaah!”, gritó él doliéndose del golpe. “¡Vale, pero no me chilles! ¿Y para qué derramas cosas aquí?”. “¡¿Pues no te he dicho que he roto aguas?!”, exclamó ella ya fuera de sí. “¡¡Aaaaahhh!! ¡Las contracciones! ¡Cada vez son más seguidas! ¡Deja ya de hacer el tonto y vámonos al hospital o la suelto aquí mismo!”. “Sí, perdona, cariño”. Pablo se incorporó, ayudó a Isabel a levantarse y ponerse una bata, cogieron la bolsa que tenían preparada y salieron corriendo para el hospital. “¡Espera, la cámara de vídeo!”, recordó Pablo cuando estaban ya en la puerta. “¡¿Cómo voy a esperar?! ¡Díselo a tu hija, que no para de empujar! ¡¡Pablooo!!”. Pero Pablo la había dejado con las piernas abiertas en la puerta de la calle y estaba ya subiendo los escalones de dos en dos para coger la cámara. Al bajarlos, también de dos en dos, pisó el reguero de líquido amniótico que había ido dejando Isabel y volvió a resbalar desde lo alto, cayendo por la escalera pegando culazos en todos los escalones. “¡¡Aaahhh!!”, gritó Pablo al llegar abajo. “¡¡Pablo!! ¿Qué te has hecho?”, exclamó Isabel al oír el tremendo batacazo. “¡¡Mierda!!”, gritó él. “¡Ya se ha roto la cámara!”. “¡¡Anda, vamos ya o me cojo yo un taxi!!”. “¡Voy!”, dijo él mientras se levantaba a duras penas doliéndose de todos los golpes.
            El camino en coche no fue menos accidentado, dado el estado de nervios en que estaban los dos. Suerte que era plena noche y había poco tráfico. Finalmente llegaron al hospital e Isabel fue rápidamente llevada a la sala de partos, donde al momento acudieron los médicos y lo prepararon todo. A Isabel las contracciones ya le venían una detrás de otra, estaba bañada en sudor y el dolor se reflejaba claramente en su cara. “Dame la mano, cariño”, dijo a su marido. Pablo, a su lado, apretó su mano con fuerza. “¡Venga, ánimo! ¡¡Empuja más fuerte!!”. “¡¡Aaargh!!”, gritó ella, estrujando la mano de Pablo. “¡¡Aaah!! ¡Cuidado, cielo, que me partes los dedos!”. Acompañando este último grito, la cabeza de la pequeña empezó a asomar. “¡Ya está aquí!”, anunció una de las enfermeras. Cuando Pablo vio la pequeña cabecita empapada en sangre y otros líquidos viscosos, no pudo aguantar más el nerviosismo y se desplomó al suelo, soltando la mano de Isabel.
            Cuando recobró el conocimiento, varias enfermeras le estaban sujetando y dándole golpecitos en la cara para reanimarlo. Isabel estaba acostada en la cama con una gran sonrisa de felicidad y su hija en brazos. “Mira, cielo. Aquí está ya… nuestra Desirée. ¿Quieres cogerla?”. Pablo dio un sentido beso en los labios a Isabel, al que ella correspondió totalmente entregada, como hacía ya tiempo que no ocurría. Mientras Pablo cogía a la pequeña en brazos con sumo cuidado, ambos pensaban en lo mucho que se querían y cómo las cosas entre ellos se habían torcido últimamente. Si todo pudiera volver a ser como al principio… Isabel miraba embobada a Pablo con la niña y pensaba: “Si al menos pudiera estar segura de que el padre eres tú y no Ken…”.
Casi un año y medio después, Pablo encuentra en su “facebook” un nuevo mensaje de Elisa, unas dos semanas después de haberla aceptado como amiga: “¡Hola! Me alegré mucho de que me agregaras. Si te apetece que nos conozcamos, espérame el próximo sábado a las ocho y media de la tarde en la Plaza de Uncibay. Sé que vendrás. Nos vemos. Un besito. ; )”. Pablo se quedó pensando. La verdad es que sentía curiosidad por esta misteriosa chica. ¿De qué le conocería? ¿Y por qué estaba interesada en él? No sabía si este era el mejor momento para enredarse con alguien. Mientras pensaba en esto, oyó cerrarse la puerta de la casa. “¡Cielooo, ya estoy en casa!”. Era Patricia, que acababa de llegar. Por un momento, su corazón había dado un salto pensando que fuera Isabel. Llevaba ya quince días sin saber nada de ella. Justo en ese instante, sonó su móvil. Pablo miró la pantalla. Era Isabel.

Foto cedida por Pilar Molina

Dedicado a mi amiga Débora.
Espero que tu parto no sea tan accidentado como este 
y que Irene nazca genial. ¡Felicidades, mamá!

jueves, 18 de noviembre de 2010

Capítulo 6

            Cuando Patricia se marchó, Pablo llamó a Jorge para pedirle cita, pero el teléfono de este estaba apagado. “Otro igual”, pensó Pablo, “esto parece una epidemia. ¿Para qué compra la gente teléfonos móviles si luego no hay manera de dar con ellos cuando los necesitas?”. Si cuando Pablo empezó a ver a Jorge hubiera sabido las consecuencias que esto iba a tener, seguro que se lo habría pensado dos veces. Las visitas empezaron al poco tiempo de la boda, cuando Pablo empezó a ser infiel a Isabel con Patricia. Esto no le hacía sentir nada bien, así que buscó consuelo y ayuda acudiendo a sesiones de terapia psicológica. Tanto hablaba Pablo de Isabel y de los remordimientos que sentía cada vez que la traicionaba y tanto alababa las extraordinarias virtudes de su esposa que Jorge empezó a sentir curiosidad por aquella maravillosa mujer. Curiosidad que se vio saciada cuando, a principios del verano de 2008, Jorge se decidió a buscar a Isabel y fue a su empresa. “¿Qué desea?”, le preguntó Isabel cuando le recibió en su despacho”. “Usted no me conoce”, dijo Jorge, “pero soy psicólogo y llevo algo más de dos años y medio tratando a su marido. Y hay algo que quizás le gustaría saber”. Nada más ver a Isabel, Jorge supo que sería la mujer más interesante que se cruzara en su camino. Por eso no dudó en saltarse por primera vez en su vida el secreto profesional y contarle a Isabel que Pablo llevaba tiempo engañándola con Patricia. “No obstante, si necesita de mi ayuda, mi consulta está a su disposición”, dijo Jorge pasándole su tarjeta, seguro de que no sería la última vez que viera a Isabel. Desde entonces, comenzó a ser su terapeuta, su amigo y su mejor confidente, algo de lo que, por supuesto, Pablo nunca se enteró.
            Para Isabel fue un shock saber que Pablo le era infiel. ¡Y encima con su mejor amiga! Por supuesto, ella tampoco estaba en situación de reprocharle nada, ya que desde que, animada por Patricia (claro, con razón le había dado ese consejo, ahora se explicaba muchas cosas), comenzó su búsqueda de “nuevas vidas” que la sacaran de la rutina y la hicieran sentir viva y capaz de elegir y tomar sus propias decisiones, eran muchos los hombres con los que había engañado a su marido. Pero para ella eran sólo pequeñas evasiones sin sentimientos de por medio que le permitían hacer realidad sus fantasías y conseguían que el resto del tiempo fuera feliz en su rutinaria y previsible vida con su marido, a quien en ningún momento había dejado de querer. Por eso el hecho de pensar que él la estuviera engañando y hubiera podido dejar de quererla la destrozaba por dentro. ¿Y si ella no le merecía y lo mejor era que cada uno hiciera su vida? Estaba claro que necesitaba poner en orden sus ideas, así que decidió poner una vez más tierra de por medio. No era la primera vez que se iba sin causa justificada, escudándose en un supuesto negocio que resolver en el extranjero, así que a Pablo no le extrañaría este nuevo viaje. Sin embargo, esta no iba a ser una escapada más, ya que su estado era más vulnerable, aunque esto no le impidió inventarse una nueva personalidad y tener una nueva aventura, pero no una cualquiera: en este viaje conoció a Kenneth.
            “¡Hola! He venido tan pronto como he podido”, dijo Isabel a Betty en cuanto llegó al hospital donde Kenneth llevaba once meses en coma desde el accidente de coche que tuvieron. Betty era la enfermera jefe que se había encargado de atenderle durante este tiempo, en el que Isabel había venido a visitarle y se había interesado por su estado con mucha frecuencia, de forma que se habían hecho buenas amigas. Por eso cuando al fin Kenneth despertó del coma, Betty llamó inmediatamente a Isabel (o mejor dicho, a Sabina). “Lo primero que hizo al despertarse fue preguntar por ti”, respondió Betty. “Si quieres, puedes pasar a verle, pero antes te tengo que decir una cosa”. “¿Qué pasa?”, preguntó Isabel sin poder ocultar su preocupación. Durante este tiempo tras el accidente, se había dado cuenta de que no podía vivir sin Kenneth y que lo quería de verdad. Además, su relación con Pablo iba de mal en peor, sobre todo desde que sabía que él la engañaba con Patricia, aunque ella seguía intentando convivir con él como si no supiera nada, pero ambos tenían demasiados fantasmas en la cabeza como para conseguir que su matrimonio funcionara. “Verás, Sabina”, continuó Betty, “como sabes las lesiones que sufrió Kenneth en el accidente fueron muy graves, sobre todo en la cabeza, y su vida ha estado pendiente de un hilo. Se le realizaron numerosas intervenciones y se le reconstruyó todo lo que quedó desfigurado. Pero los médicos no contaban con un riesgo que podía existir”. “¡Vamos, Betty, dime lo que sea!”, gritó Isabel, “no me tengas así”. “Sabina, Kenneth ha perdido la vista. Se va a intentar ver si se puede hacer algo, pero lo más probable es que no tenga solución”. Isabel se quedó sin saber qué decir, se sentó y se llevó las manos a la cara. Cuando, tras unos momentos, comenzó a asimilar la noticia y pudo reaccionar, fue corriendo a la habitación de Kenneth. “¡Ken!”, exclamó al verle despierto, y se abrazó a él. “¡Sabi! ¡Cuánto te he echado de menos! Menos mal que estás aquí. Pensaba que no querrías saber nada de mí y que no vendrías. ¿Te han dicho ya…?”. “Sí, Ken. Pero no te preocupes, que de ahora en adelante no me voy a separar de tu lado. ¡Te quiero!”
            Cuatro meses después, Pablo sigue “celebrando” su aniversario solo en su casa. Isabel no da señales de vida, Patricia se ha ido a trabajar, Jorge no le coge el teléfono, su pequeña está durmiendo, así que para intentar no pensar, enciende el ordenador. Al abrir el “facebook”, encuentra una solicitud de amistad de una tal Elisa Jurado, acompañada del siguiente mensaje: “Nunca nos han presentado, pero te conozco desde hace tiempo. ¿Te apetece saber más sobre mí?”. Aunque no tienen amigos en común, su foto le gusta y le pica la curiosidad. Además, por primera vez en varios días, se olvida por un momento de todos sus problemas y siente un gusanillo que ya apenas recordaba. Pablo mueve el ratón y pulsa “Aceptar”.

Foto cedida por Uxy Rodríguez

Publicado originalmente el 14/11/10


Capítulo 5

            “Sí, quiero”, respondió Pablo el día de su boda. El sacerdote continuó: “¿Y tú, Isabel, quieres recibir a Pablo como esposo y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así amarle y respetarle todos los días de tu vida?”. “Sí, quiero”, respondió Isabel. “Pues yo os declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
            Unas horas antes, Patricia, la mejor amiga de Isabel y una de sus damas de honor, la estaba ayudando a vestirse y peinarse para la boda. “¿Te pasa algo, Isa? Te veo seria”. “No, no es nada”, contestó ella, “son los nervios, supongo”. “Isa”, respondió Patricia, “te conozco desde pequeña y rara vez te he visto nerviosa. Si te pasa algo, sabes que puedes contármelo, ¿verdad? Este debería ser el día más feliz de tu vida y no te veo sonreír. Tú quieres casarte con Pablo, ¿no?”.
            “Pues mira, no lo sé”, dijo Isabel soltando el vestido de novia y sentándose en la cama de su dormitorio. “Mira todo esto, mira mi vida. El vestido de novia lo ha elegido mi madre, porque el que yo quería no era, según ella, digno de mi nivel. Toda la ceremonia la ha preparado ella, para que yo pudiera dedicarme a mi trabajo, cosa que le agradezco, pero… ¿Y mi trabajo? Desde pequeña estaba claro y decidido que estudiaría Empresariales y que me haría cargo de los negocios de la familia, ya que la empresa un día será mía. En la oficina, todas las decisiones las toman los asesores de papá, y cuando intento oponerme a algo, me convencen para que reconsidere mi postura. A veces no sé si cuando me mandan de viaje es para que cierre un negocio (con las directrices que ellos me han dado, por supuesto) o para quitarme de en medio unos días y que no estorbe. Estoy segura de que si me quedara en alguno de los sitios a donde voy y no volviera, nadie en la empresa preguntaría por mí.
            Y Pablo… ha sido mi primer y único novio, nos gustábamos desde niños y llevo con él toda la vida. Y me encanta, pero os veo a vosotras, cada mes con un novio nuevo, o un rollo, o lo que sea, pero se os ve tan felices, tan libres… salís, entráis, hacéis lo que os da la gana… Patri, a veces siento que tengo veintisiete años y no he tomado prácticamente ninguna decisión en mi vida, todas las cosas me han venido dadas y no he podido elegir casi nada. No sé si puedo decir que haya vivido”, dijo mientras se secaba las lágrimas que empezaban a caer por sus mejillas.
            “Ven aquí, Isa”, dijo Patricia abrazándola y acariciándole el cabello. “¿Por qué nunca me habías dicho nada? Somos amigas, ¿no? Isa, no puedes dejar que decidan por ti. Tienes que ser tú quien escriba el guión de tu vida. Tienes derecho a tener tus propios sueños y a luchar por hacerlos realidad. Puedes vivir todas las vidas que tú quieras, pero no tienes por qué vivir la que los demás quieran para ti. Isa, ¿tú quieres a Pablo?”. “Claro que lo quiero”, dijo Isabel, “es lo mejor que me ha pasado en la vida”. “Pero, ¿quieres pasar el resto de tu vida con él?”. Isabel miró hacia abajo y no contestó. “Pues no sé, amiga”, añadió Patricia, “tu boda es esta tarde. Piénsalo bien y haz lo que te dicte tu corazón”.
            Cinco años justos después, Patricia seguía siendo paño de lágrimas y consejera, pero ya no de Isabel. “Fíjate, Patri”, le dijo Pablo, “hoy hace cinco años que nos casamos. ¿Y lo estamos celebrando? No. En lugar de eso, llevo dos días sin saber nada de ella. La llamo y tiene el teléfono desconectado. Lleva un par de años que no hay quien la entienda, cada vez se va más de viaje y cuando está aquí, parece que no esté a gusto. Y ahora esto… no sé si está bien o mal, ni dónde está, ni por qué se ha ido… sólo sé que me ha dejado aquí con la niña y que parece que se la ha tragado la tierra”. “¡Qué estúpida es!”, pensaba Patricia, “algún día se dará cuenta de lo que se está perdiendo y de que no se valora bien lo que tienes hasta que lo pierdes. Seguramente ya lo esté pensando. Aunque bueno, si no es así, mejor para mí”.
            Hay muchos tipos de ladrones, pero uno de los más peligrosos son los ladrones de vidas. Patricia siempre quiso ser como Isabel y tener todo lo que ella tenía: por eso siempre se peinaba como ella y copiaba su estilo al vestir, y por eso estudió también Empresariales con ella y consiguió un trabajo en la empresa de sus padres, donde era muy respetada y valorada profesionalmente. Sólo le faltaba tener también su vida sentimental y familiar, aunque en los últimos cinco años había conseguido esto también, aunque sólo fuera durante los cada vez más frecuentes viajes de Isabel.
            “No te preocupes, Pablo”, le contestó, “sé que Isa es mi amiga, pero no te mereces lo que te está haciendo. Yo que tú me pensaría si lo vuestro va a algún sitio”. “No digas tonterías, Patricia”, respondió Pablo, “Isa es lo que más quiero en el mundo y sabes que eso siempre va a ser así. Además, está la niña…”. “En fin, cariño”, concluyó Patricia, “ya me contarás esta tarde si hay novedades. Me tengo que ir a trabajar”. Y dándole un beso, se levantó de la cama de Pablo e Isabel, se vistió, le dio un beso a la niña en la cuna y se marchó.

"Chanclas con calcetines". Foto cedida por Temi Fernández

Publicado originalmente el 07/11/10


Capítulo 4

            Al sentir el leve roce de los labios de Kenneth en los suyos, Isabel despertó y entreabrió los ojos, sin saber bien todavía dónde estaba. “Buenos días, cariño. Te he traído el desayuno”. Cuando vio su sonrisa dulce e inocente, recordó que estaba en la cama de Kenneth, en su casa de Londres. Esta era su primera visita después de ocho meses, en los cuales había dado a luz a su hija, algo de lo que, por supuesto, él no tenía ni idea. Cuando el embarazo empezó a ser evidente, ella dejó de venir a verle aduciendo como excusas que tenía mucho trabajo o que algún familiar suyo en Milán había enfermado. “Quisiera que este momento durara para siempre”, siguió Kenneth. “Sabi, prométeme que no vas a volver a dejarme tanto tiempo sin verte. ¿Me lo prometes?”. Isabel (o Sabina, como prefieran) dio por zanjada la conversación abrazándose a él y dándole un largo y cálido beso, tras el cual echó un vistazo a la bandeja que Kenneth le había traído.
            “¡Qué bien te portas conmigo, Ken! ¡Qué buena pinta tiene todo!”. En su regazo reposaban varias tostadas con mantequilla y mermelada, café, zumo de naranja… y un par de servilletas, una de ellas demasiado abultada. Isabel la levantó y dejó al descubierto una cajita envuelta en papel de regalo. “¿Y esto?”, preguntó sin poder ocultar el gesto de sorpresa de su rostro. “Ábrela”, dijo Kenneth, “quería que hoy fuera un día muy especial para ti y que tuvieras un auténtico desayuno con diamantes”. Sin dar crédito aún, Isabel abrió la caja al mismo tiempo que su boca quedaba también abierta de la impresión al ver el brillo cegador de la gema que coronaba el anillo que había dentro. “Sabina, mi amor”, continuó Kenneth, “¿me harías el hombre más feliz del mundo y aceptarías casarte conmigo?”
            La cara de Isabel palideció. Miraba el anillo y miraba a Kenneth alternativamente, e intentaba pensar en todo lo que le estaba pasando y cómo las cosas se le habían acabado escapando de las manos. Quería a Kenneth y no quería hacerle daño, de hecho la idea de estabilizarse con él no le desagradaba, pero evidentemente no podía casarse con él, puesto que estaba ya casada con Pablo, el amor de su vida, al que también quería con locura aunque las circunstancias últimamente habían sido cuando menos extrañas. Y a todo este caos se sumaba su hijita casi recién nacida. “Ken”, logró articular al fin, entregándole la cajita con el anillo, “yo te quiero, pero no puedo aceptarlo. Es complicado. Vivimos en países distintos, nos conocemos desde hace poco tiempo y no tan bien como tú crees. No puedo tomar una decisión de este tipo así tan de repente. Lo comprendes, ¿verdad?”
            “Sí, claro…”, dijo Kenneth sin querer evidenciar cómo se habían derrumbado en un momento todas sus ilusiones. “Es normal, nos conocemos poco. Pero ese poco es suficiente para saber que quiero pasar el resto de mi vida contigo, Sabi”. Isabel le abrazó y acarició su pelo jugueteando con sus rizos rubios mientras le daba un tierno beso en los labios. “No te preocupes, Ken, dame tiempo… yo te quiero, pero las cosas no son tan sencillas como tú piensas. Confía en mí y disfruta de esto, ¿sí?”. Ken asintió resignado mientras ambos se entregaban a lo que mejor se les daba y les había mantenido unidos desde que se conocieron hacía un año. De hecho, y aunque Ken no lo sabía, podía sentirse orgulloso. Era el primero de todos los “escarceos” de Isabel (y había tenido ya muchos) con el que había quedado más de una vez. Al mes de conocerse, ella volvió a aparecer en su casa, y así cada tres o cuatro semanas hasta su “desaparición”. Pero siempre era ella la que le buscaba y nunca le había dado ningún dato que le permitiera localizarla. “Confía en mí y disfruta de esto”, solía decirle. Por eso, cuando tras ocho insoportables meses sin saber nada de ella, volvió a recibir noticias suyas, se apresuró a comprar el mejor anillo que se pudo permitir para ver si así conseguía retenerla de una vez.
            Isabel miraba hacia el techo de la habitación con los ojos abiertos como platos mientras se preguntaba cómo saldría de esta situación, mientras Kenneth, con la cabeza apoyada en el pecho de ella, daba vueltas también a los últimos acontecimientos manteniendo la calma a duras penas. “Es hora de irme”, dijo ella de pronto, “mi avión sale en una hora. Ya sabes cómo funciona esto, cariño. Es mi trabajo. Lo siento mucho, muy pronto volveré a verte, ¿vale? Confía en mí”. Se levantó y se bebió de un trago el zumo de naranja que todavía estaba en la bandeja del desayuno, mientras se vestía apresuradamente y recogía su pequeña maleta. “Llamaré un taxi”. “De eso nada”, respondió él, “te llevo yo al aeropuerto, faltaría más”.
            En el camino en coche al aeropuerto, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Ninguno de los dos se atrevía a decir nada, hasta que de repente, Kenneth explotó: “¿Y por qué? Si tú me quieres y yo te quiero, ¿por qué no podemos estar juntos?”. “Es lo mejor para los dos, hazme caso, Ken”, dijo Isabel tratando de calmar los nervios de Kenneth, que no podía seguir mordiéndose la lengua y estaba rojo de ira. “Mira la carretera y confía en mí”. “¡¡No!!”, gritó Kenneth fuera de sí, “¿por qué tengo que confiar en ti? ¿Por qué no puedo ponerme en contacto contigo y tengo que esperar hasta que tú quieras verme? Dices que no nos conocemos suficiente, pero ¿acaso me dejas conocerte? ¿Qué cosas son las que no sé de ti? ¿Qué es lo que me escon…?”. En ese momento, un coche se estampó con tremenda violencia contra ellos, que sin darse cuenta se habían saltado un semáforo en rojo. La velocidad de ambos coches hizo que el de Kenneth diera una vuelta de campana a consecuencia del impacto recibido en la puerta del conductor. Cuando, pasados unos minutos, Isabel se recuperó de su aturdimiento, oyó voces y gritos a su alrededor, y el ruido de sirenas acercándose. Al tomar conciencia de lo que había pasado, se tocó por todo el cuerpo, respiró aliviada y dio gracias a Dios por que los dos llevasen puesto el cinturón de seguridad. Sin embargo, cuando miró a su lado, vio el cuerpo de Kenneth inconsciente y ensangrentado, echado sobre lo que quedaba de la luna delantera y envuelto en un amasijo de hierros y cristales. “¡¡¡Nooooo!!!”, gritó desesperada.
           Algo más de un año después, Isabel despierta de la anestesia en un hospital de Londres y lo primero que ve es la sonrisa de Jorge, su psicólogo, que le agarra fuertemente la mano. “¡Felicidades, Isa!”, le dice, “la operación ha sido un éxito”.

"Tacones con calcetines". Foto cedida por María Ruiz

Publicado originalmente el 31/10/10


Capítulo 3

              Diciembre de 2005. Doce de la noche en un bar en pleno centro de Manhattan. Paul está solo, sentado a la  mesa, pensando en sus cosas, cuando ve dirigirse hacia él a una atractiva joven morena de rasgos fuertes y raciales. “¿Te importa que te acompañe?”, dice ella. Él se queda mirándola desconcertado por un segundo y contesta: “No, claro… siéntese, por favor”. “Me llamo Robin. Verás, es que hoy he tenido un día horrible. Soy oncóloga, llevo poco tiempo trabajando y hoy he perdido a mi primera paciente.  Por supuesto, sabía que esto tenía que pasar un día u otro, pero cuando pasa, es tan duro… Llevaba tratándola un mes de un cáncer de mama, y justo ahora que parecía estar empezando a responder al tratamiento… ¡malditas metástasis!”. Paul la mira sorprendido y asiente tímidamente, sin saber bien qué decir. La situación es totalmente inesperada para él, pero de algún modo no se siente incómodo; al contrario, es sin duda lo más interesante que le ha pasado en todo el día y aquella mujer tiene algo que le hace sonreír por dentro, pese a lo grave de la historia que le está contando. “Es terrible”, sigue diciendo ella, “cómo de la noche a la mañana te puede cambiar la vida. Ya le habíamos cortado un pecho, pero las células cancerosas se habían empezado a extender más allá, y ha sido cuestión de días”. Su voz se empieza a entrecortar mientras una lágrima corre por su mejilla. “Por si no fuera ya bastante traumático sentir que te amputan una parte de tu cuerpo… No quiero imaginar lo que sería vivir sin una de ellas”, dice bajando la cabeza y abriéndose un poco más el generoso escote que ya deja a la vista gran parte de sus encantos. “Perdona”, dice al ver el repentino gesto de sorpresa en su cara, “no quiero incomodarte. Es sólo que necesitaba desahogarme con alguien, y al verte aquí sentado me has parecido buena persona”. “No, tranquila. No me incomodas”, responde él. “Por cierto, me llamo Paul”.
            Mayo de 2007. En una tranquila playa de la Costa Azul, todavía no muy concurrida a estas alturas del año, Jacques pasa la mañana del domingo leyendo un libro mientras toma el sol. De pronto, nota una sombra que se para delante de él. Desvía la vista del libro y ve ante sí unas largas piernas de mujer. Al levantar la cabeza, frunciendo el ceño por el sol que le da en la cara, ve a una espectacular morena enfundada en un diminuto bikini rosa chicle que deja muy poco a la imaginación, con la mano extendida hacia él ofreciéndole un bote de crema bronceadora. “¿Me echas un poco por la espalda, por favor?”. “Sí, claro”, dice él, mientras ella extiende una toalla a su lado y se sienta. “Me llamo Sara”, dice ella, “¿y tú?”. “Jacques”, contesta él y empieza a darle crema en la espalda, sin dar mucho crédito a lo que le está pasando. “Mis amigas y yo somos españolas y estamos de vacaciones aquí hasta fin de mes. Trabajamos en una ONG, así que estamos constantemente viajando a países subdesarrollados, de modo que cuando tenemos unos días de vacaciones, nada mejor que esto para desconectar. Hoy ellas han ido a Cannes de excursión, pero yo ya estuve allí el año pasado, así que he preferido quedarme aquí y disfrutar del día de playa. Y tú, ¿vienes mucho por aquí?”. “Pues la verdad es que no”, responde él, “sólo algunos domingos, porque el resto de días trabajo. Pero como hoy no tenía nada que hacer, me apetecía disfrutar un poco del sol primaveral”. “Es que estas playas son increíbles, ¿verdad?”, dice ella. “Yo vengo cada año, y cada vez me gustan más… ¡Uf!, está empezando a apretar el sol”, dice ella mientras se aparta el pelo y se lo echa por encima de un hombro, dejando ver un largo y sensual cuello. “Mis amigas y yo compramos ayer comida para toda la semana. Si quieres, puedes venirte a nuestro apartamento, que está aquí mismo, y te preparo alguna comida típica de España. Cocino muy bien. Al menos, todos los que prueban mis platos dicen que no lo hago nada mal. Y, ¿sabes?... soy especialista en postres”.
            Julio de 2008. En un exclusivo hotel a las afueras de Londres, se celebra la fiesta de presentación del nuevo libro de una importante escritora inglesa. Kenneth ha recibido una invitación a través de un cliente de su bufete de abogados y, aunque no es muy amigo de actos sociales, ha decidido ir porque siempre es bueno hacer contactos y tener amistades en las altas esferas. Nada más llegar al hotel, cierra el paraguas y un botones sale a su encuentro. “Mal tiempo para verano, ¿verdad? Permítame su paraguas, por favor. ¿Vino usted en coche, señor?”. “No, vine andando”, dice Kenneth, “vivo cerca de aquí. ¿La presentación del nuevo libro de Mary Nickson, por favor?”. “Por aquí, señor. Acompáñeme”.
            Al entrar en la gran sala abarrotada de gente importante luciendo sus mejores galas y dando grandes carcajadas mientras comentan toda clase de frivolidades con personas a las que nunca conocieron y a las que pronto olvidarán (salvo que recordarlas les reporte algún beneficio económico), Kenneth siente que tenía que haberse quedado en casa. “Bueno, que pase lo más rápido posible. Un par de copas y fuera”, piensa mientras se dirige a la barra y se sienta en un taburete al lado de una mujer de pelo largo y negro como el azabache, a juego con un vestido corto del mismo color, salpicado de lentejuelas. “¿Qué tomará, señorita?”, se dirige el camarero a la mujer. “Otra de lo mismo y lo que tome el caballero”, dice ella, volviéndose hacia Kenneth. “¿Perdón?”, dice él extrañado. “Por su cara y su aspecto, está usted aquí igual de a gusto que yo”, dice ella, “así que permítame invitarle a cambio de una agradable conversación con la única persona interesante que he visto entrar por esa puerta. Mi nombre es Sabina”. “El mío, Kenneth. Bueno, en fin, no puedo rechazar la invitación de una mujer tan atractiva como usted, y el plan que me ofrece desde luego es mucho más apetecible que el que podría esperar de esta fiesta insulsa. Un whisky con hielo, por favor”, se dirige al camarero. “¿Y qué hace una mujer como usted en un sitio como este?”. “Soy azafata de vuelo y vivo en Milán, aunque paso la mitad de mi vida volando de un sitio a otro del mundo. Hemos aterrizado esta tarde en Gatwick y salimos mañana por la tarde. Como toda la tripulación se aloja en este hotel, la compañía ha conseguido invitaciones para la presentación, pero una fiesta de este tipo es lo último que me apetece ahora mismo. De hecho, en la nevera de mi habitación hay una botella de champán enfriándose y sería una lástima que se desperdiciara. ¿Qué le parece si nos tomamos esto y subimos a descorcharla?”
            Estas tres escenas, pese a desarrollarse en distintos momentos y ciudades tienen, sin embargo, dos cosas en común. La primera es que todas acaban con una apasionada noche de lujuria. Pero hay algo más: los verdaderos nombres de estas mujeres no son Robin, Sara o Sabina. En los tres casos, la mujer es la misma y su verdadero nombre es Isabel. Lo que ni ella misma podía esperar es que con Kenneth, la historia iba a ser muy distinta. Porque de él se iba a enamorar. Y ese iba a ser sólo el principio de sus problemas.


Publicado originalmente el 24/10/10


Capítulo 2

            “Último aviso para los pasajeros del vuelo 815 de British Airways con destino Londres, que efectuará su salida en dos minutos. Embarquen por puerta 13”.
            “¡Corre, Jorge, que lo perdemos!”, gritó Isabel mientras entraban corriendo en la terminal del aeropuerto tirando de una maleta cada uno. Por suerte, no había mucha cola para facturar el equipaje, pudieron hacerlo rápidamente y seguir corriendo hacia la puerta de embarque.
            “Por los pelos. Estábamos a punto de cerrar”, dijo la azafata justo después de revisar su documentación y sus billetes y hacerles pasar al avión. Se sentaron, se abrocharon los cinturones y sólo entonces pudo Isabel por fin cerrar los ojos y respirar tranquila. Aunque no le duró mucho, ya que justo en ese momento volvió a abrir los ojos sobresaltada al escuchar su móvil sonando. Era Pablo. Le mostró la pantalla a Jorge y le preguntó: “¿Qué hago? ¿Se lo cojo? ¿Y qué le digo esta vez?” Pero no dio tiempo a que Jorge respondiera. “Señora, por favor, tiene que apagar el teléfono, vamos a despegar”, dijo una de las azafatas. Isabel apagó el móvil y respiró aliviada, al menos de momento. Echó la cabeza en el respaldo del asiento, se acomodó e intentó descansar.
            “El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Por favor, inténtelo de nue…”. Pablo colgó el teléfono, después de hacer tres intentos de hablar con Isabel. No era la primera vez que se iba precipitadamente,  pero nunca lo había hecho sin decirle nada. Isabel trabajaba en la empresa de marketing de sus padres, una multinacional con sucursales en todo el mundo, y aunque ella tenía su oficina en  Málaga, con frecuencia tenía que viajar a otros  países para cerrar negocios o resolver asuntos de la empresa, quedándose a veces varios días e incluso semanas. De hecho, en los últimos meses sus “escapadas” habían sido cada vez más frecuentes y prolongadas, y a la vuelta siempre venía cansada, ojerosa y sin ganas de nada.
            Los pensamientos de Pablo sobre qué hacer y dónde habría ido Isabel fueron entonces interrumpidos por su hija, a la que oyó llorar desde su cuna en la habitación de al lado. “No te preocupes, cariño, mamá no está en casa, pero yo estoy contigo”, acudió rápidamente a consolarla.
            Mientras Isabel dormitaba en el avión, Jorge la miraba entre complacido y preocupado y daba vueltas a la situación por la que estaban pasando. Desde que conoció a Isabel dos años atrás, había sentido algo muy especial por ella. No sabía si eran sus ojos oscuros y profundos, su envidiable figura sensual y voluptuosa, su actitud ante la vida decidida aunque frágil o su clara inestabilidad emocional, que sacaba de él su lado más paternal y protector, pero el caso es que desde siempre se había sentido irrefrenablemente atraído por ella, aunque nunca se lo había confesado. Es por ello que la había animado a tomar esta decisión y se había ofrecido a acompañarla, porque aunque sabía que lo suyo había sido siempre y seguía siendo imposible, esta era la única forma de estar más tiempo cerca de ella, y eso era suficiente para él. Es irónico cómo el amor hace a las personas más inteligentes actuar en contra de lo que la razón les dice que es lo correcto y lo más beneficioso para ellos y para los demás, empujándoles hacia un abismo al que se lanzan voluntaria y gustosamente como niños que, inconscientemente, persiguen una golosina ignorando que viene en un envoltorio envenenado.
            “¿Qué hora es?”, dijo Isabel entreabriendo los ojos. “Falta una hora de viaje, Isabel. Puedes seguir durmiendo”, le contestó Jorge. En unas horas estarían llegando al hospital de Londres en el que Isabel iba a ingresar y la aventura ya no tendría marcha atrás.


Publicado originalmente el 17/10/10