Sandalias Con Calcetines

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viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo 10

Aquella noche, la última de octubre, Patricia tuvo una pesadilla. Soñó que estaba en casa de Pablo acunando a Desirée y que, cuando después se iban a la cama, oían a la niña llorar. Pero al ir a ver qué le pasaba, la niña no estaba y cuando volvía a la habitación a buscar a Pablo, este también había desaparecido. En su lugar, estaba Isabel vestida de novia con el traje ensangrentado y blandiendo en su mano el cuchillo de la tarta nupcial, y cuando la veía, salía corriendo detrás de ella amenazándola a gritos y acusándola de haberle robado a su familia. Cuando despertó, Patricia estaba bañada en sudor y con el corazón a punto de salírsele del pecho.
            No era extraño que justo aquella noche su sueño no fuera tranquilo y reposado. Llevaba toda la semana, desde que Pablo la había echado de su casa tras enterarse de que Isabel iba a abandonarle, tratando de hablar con él para intentar arreglar las cosas, pero él no le cogía el teléfono. Por eso, la tarde antes había decidido plantarse en su casa (ella todavía tenía la llave) para que no pudiera prorrogar más el hablar con ella. Cuando llegó, Pablo no estaba, así que se sirvió una copa de vino y se sentó a esperarle. Cuando Pablo la vio allí, a su vuelta de su consulta con Jorge, se puso hecho una furia, le dijo que era la culpable de que su vida se estuviera hundiendo, la acusó de traidora por haber pretendido ocupar el puesto de su mejor amiga desde la infancia, le exigió que le devolviera la llave de la casa y le dijo que no quería volver a verla nunca. A lo que, por supuesto, Patricia, orgullosa como ella sola, respondió también con contundencia negando las acusaciones de Pablo y exigiéndole que le dejara recuperar la vida que ella se había ganado a pulso y que Isabel había perdido por méritos propios. Tras una tensa discusión en la que se cruzaron palabras muy hirientes y a punto estuvieron de llegar a las manos, Patricia tuvo que irse a regañadientes cuando Pablo amenazó con llamar a la policía. Tras el portazo de ella, Pablo, recordando lo que acababa de decirle Jorge sobre la furia y la tristeza, se dejó caer en el sofá y lloró amargamente.
            El camino de vuelta a casa se le hizo a Patricia especialmente largo. No había traído el coche, por lo que decidió coger un taxi. Sin embargo, no fue tan fácil. Se había hecho de noche y el tiempo seguía siendo infernal, como casi toda la semana. En las calles desiertas de domingo por la noche era prácticamente imposible coger un taxi, así que, tras un rato esperando sin éxito, Patricia se decidió a volver a casa a pie. La lluvia caía incesante y cada vez más fuerte, lo que, unido al fuerte vendaval, hacía que el paraguas fuera prácticamente inservible. Las ramas de los árboles del parquecillo por el que pasaba se agitaban al compás del viento que aullaba entre ellas y las escasas hojas se desprendían, dándole en la cara y mojándosela de un bofetón, como haciéndole pagar sus culpas y pidiéndole cuentas por sus errores. Las únicas personas que acompañaban su camino eran, de vez en cuando, grupos de niños y jóvenes disfrazados de monstruos, brujas y fantasmas, que corrían de un lado a otro para protegerse del mal tiempo y llegar a alguna fiesta de Halloween, costumbre cada vez más extendida en nuestro país que anuncia de forma frívola la llegada del Día de los Difuntos.
            Ante este panorama y después de la escena vivida en casa de Pablo, el estado de nerviosismo de Patricia iba en aumento. Pero además, cuando enfilaba su calle, empezó a sentir unos pasos que parecían seguirla. Sin dejar de andar y apretando el paso cada vez más, miró a su alrededor, pero parecía no haber nadie. Tiró el paraguas, que no hacía más que incomodarle, y siguió andando más y más deprisa sin importarle ponerse como una sopa. Los pasos tras ella sonaban cada vez más cerca e iban acelerando al mismo ritmo que ella. En ese momento, se vio un relámpago y, acto seguido, sonó un tremendo trueno que hizo que Patricia diera un bote y se estremeciera del susto. Faltaban unos metros para su casa, así que echó a correr mientras buscaba la llave en el bolso con dificultad. Los pasos que la seguían también comenzaron a correr y, cuando estaban a punto de alcanzarla, Patricia pudo por poco entrar en el portal y cerrar la puerta tras ella. Con la respiración entrecortada y corriendo a oscuras por las escaleras para no entretenerse en buscar la luz ni esperar el ascensor, Patricia oyó cómo alguien abajo golpeaba la puerta del bloque. Con el corazón saliéndosele por la boca, entró en su piso cerrando la puerta de golpe y apoyando en ella la espalda mientras recuperaba el aliento, de modo que acabó sentada en el suelo. Entonces, vio a su lado un papel que seguramente alguien había deslizado antes por debajo de la puerta. Lo abrió y pudo leer: “Lo sé todo. Quedan muchas cuentas pendientes. No hagas tonterías. Tendrás noticias mías”. Su corazón dio otro vuelco. Se acercó a la ventana y, en la calle, vio sólo una figura con gabardina y sombrero alejándose bajo la lluvia. Cerró la persiana, se quitó la ropa mojada y se fue a la cama, aunque estuvo varias horas con los ojos como platos pensando en todo lo que había vivido en las últimas horas.
Tras la pesadilla, Patricia fue incapaz de seguir durmiendo, así que cuando el primer rayo de luz entró por las rendijas de las persianas, se levantó con unas ojeras que le llegaban al suelo y se asomó a la ventana. La lluvia había parado y aquella mañana lucía el sol. En la calle no había demasiada gente, ya que era un día festivo y era temprano aún, pero las personas que se veían parecían actuar con normalidad e incluso alegres. No se veía rastro de la misteriosa figura de la noche anterior. Patricia se dio una ducha y se dispuso a desayunar. En ese momento, alguien pegó insistentemente y con fuerza a la puerta de su piso.

Foto cedida por Antonio Torres

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