“¿¿Que te has casado??”, exclamó Isabel sin dar crédito. “¿Y cómo es que yo ni siquiera sabía que estabas con alguien?”. “Pues ya ves, Sabina”, dijo Jorge no sin cierto tono irónico, “todo el mundo tiene sus secretillos”. Desde que Isabel se había trasladado a Londres, Jorge, que la acompañaba en calidad de psicólogo, amigo y confidente, se alojaba en una de las lujosas habitaciones de invitados de la casa de Kenneth, si bien, al igual que ella viajaba constantemente por motivos “más o menos laborales”, también Jorge iba con frecuencia a España para atender su consulta. Cuando Jorge, a la vuelta de uno de sus viajes a España, les contó a Isabel y Kenneth que se acababa de casar, la noticia cayó en ella como una bomba. “Pero, ¿y cómo ha sido todo tan rápido? Y ni siquiera me has dicho nada, ni me has invitado a tu boda…”. “Queríamos algo íntimo”, dijo Jorge, “sin grandes artificios. Sólo ella y yo en el juzgado. Espero que me perdones, Sabina, pero fue algo totalmente improvisado. Lo pensamos y lo hicimos, aunque veníamos madurando la idea desde hacía tiempo, pero ni nosotros mismos pensábamos hacerlo tan de repente”. “Y ni siquiera has tenido la delicadeza de decírmelo a solas. Un poco más y se entera Ken antes que yo”, pensó Isabel para sus adentros. La verdad es que la sensación que le había dejado esta noticia era muy extraña, incluso para ella. Para ella, Jorge era la única persona que, incondicionalmente y en todo momento, le había sido absolutamente fiel. Desde que le conoció, su amistad era lo único a lo que se había podido aferrar siempre en los momentos buenos y, especialmente, en los malos. Siempre había estado a su lado apoyándola, consolándola, ofreciéndole soluciones y, aunque ninguno de los dos había sacado nunca el tema, Isabel sabía perfectamente que, en su interior, Jorge estaba locamente enamorado de ella. De hecho nunca le había conocido ninguna pareja ni había sabido nada de su vida sentimental. Por eso, el saber de pronto no sólo que tenía pareja sino que además ¡¡se había casado!! la hizo sentirse en cierto modo traicionada y, hasta cierto punto, celosa. Nada que ver con la reacción de Kenneth, que se alegró enormemente de la noticia. “No hace falta decir”, exclamó, “que esta casa es tu casa y, por supuesto, la de tu mujer, cada vez que queráis. Es más, sería todo un honor que compartierais con nosotros la cena de Nochebuena”. “Encantados lo haremos”, respondió Jorge. “Mi mujer llega esta noche, tenía que ultimar unos asuntos en Málaga, pero seguro que se alegra de poder disfrutar de vuestra hospitalidad y generosidad”.
En Nochebuena, todo estaba preparado para la cena en casa de Kenneth. Isabel seguía contrariada, pero al fin y al cabo, pensaba que no tenía motivos para ello. Jorge no era nada suyo y tenía derecho a hacer su vida. Lo que no imaginaba era la sorpresa que le esperaba aún. Cuando tocaron al timbre, Isabel fue a abrir y lo que se encontró hizo que se quedara paralizada, sin saber qué decir. Con gran cinismo, Jorge presentó a las dos mujeres: “Sabina, esta es Patricia, mi esposa”.
La Nochebuena de Pablo fue algo más tranquila, pero no mucho más cómoda. Era la primera vez desde que se casó con Isabel que ella no le acompañaba en la cena de Nochebuena en casa de sus padres, lo que le supuso tener que dar a toda su familia unas explicaciones que ni él mismo comprendía. Pero prefirió esa opción a quedarse en casa solo. Al fin y al cabo, todo esto le daba casi igual, ya que tenía dos buenas noticias sólo para él (ya bastante tenían para comentar sus familiares) que le hacían no poder borrar la sonrisa de su cara: la confirmación de que Desirée era su hija y su nueva relación con Elisa, con la que había quedado ya dos veces y la cosa parecía ir viento en popa. Le había propuesto pasar la Nochebuena juntos, pero Elisa también tenía planes con su familia y además, le pareció demasiado precipitado hacer planes familiares juntos tan sólo una semana después de verse por primera vez.
Sin embargo, el día de Navidad Elisa sí apareció en casa de Pablo con un regalo para él. “No tenías que molestarte”, dijo Pablo, aunque en realidad no podía hacerle más ilusión, “yo no tengo nada para ti”. “No te preocupes, ya habrá tiempo para que me hagas regalos. Ábrelo”. Cuando Pablo abrió el paquete, había en él un cepillo de dientes sin envasar y aparentemente usado. “¿Y esto?”, preguntó Pablo extrañado. “Es mío”, dijo Elisa, “para que lo pongas en la repisa de tu cuarto de baño. Si te parece bien, tengo más cosas en una maleta en el coche. ¿Te gustaría que viviéramos juntos?”. Pablo abrió los ojos como platos. “¿Que si me gustaría?”, dijo sin disimular su entusiasmo. “Adelante, estás en tu casa”. Y tras darle un tremendo beso, la ayudó a instalarse.
La mañana del lunes siguiente, tras tener libre el fin de semana de Navidad, llegó Alicia, la asistenta y niñera que Pablo había contratado, y fue Elisa la que le abrió la puerta: “Buenos días, Alicia”. “Buenos días”, respondió ella, “¿ya se ha instalado usted en casa?”. “Sí”, replicó Elisa, “ya te dije que sería cuestión de días”.
Foto cedida por Sergio García
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