Sandalias Con Calcetines

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domingo, 19 de diciembre de 2010

Capítulo 11

“¡Cariño, ya estoy en casa!”, dijo Isabel al entrar en la habitación donde estaba Kenneth. Volver a su lado siempre era para ella un soplo de aire fresco, ya que le aportaba una gran serenidad y estabilidad. Llevaban seis meses viviendo juntos en Londres, desde que él salió del coma, aunque las idas y venidas de ella habían sido constantes y él seguía ignorando cualquier detalle relacionado con la vida anterior de “Sabina” o con los secretos que guardaba. “Menos mal”, dijo él. “Pensaba que no estarías aquí para pasar las fiestas. Podremos celebrar juntos la Nochebuena, ¿no?”. “Claro que sí, mi amor”, dijo ella mientras soltaba las maletas y corría a darle un beso. Mientras le besaba, vinieron a su mente multitud de pensamientos y recuerdos: su pequeña hija, a la que ya apenas veía, su vida anterior, todas las aventuras que había tenido en los últimos años, pero sobre todo, en un momento dado, en su cabeza sólo estaba la imagen de Pablo y un impulso irrefrenable hizo que apartara bruscamente sus labios de los de Kenneth. “¿Qué te pasa?”, dijo él. “Tienes mala cara”. “¿Cómo lo sabes, si no puedes verla?”, respondió Isabel. “Hay cosas, Sabina, que no hace falta verlas para saberlas”. “No es nada en particular”, dijo ella, “es una sensación extraña. ¿Alguna vez te has preguntado si eres feliz, Ken?”. "Buena pregunta”, dijo él, “pero yo pienso que en ese tema, más importante que serlo es saberlo. Imagina que fueras feliz y lo supieras. ¿Qué sentido tendría entonces tu vida? Tendrías todo lo que deseas, no te quedaría ningún sueño por alcanzar, ningún deseo que cumplir. ¿Para qué? Si ya eres feliz... Tu máxima aspiración sería mantenerte como estás, y a fuerza de mantenerte sin aspirar a nada más, terminarías por aburrirte y dejarías de ser feliz, porque tu vida estaría vacía".
Isabel nunca se lo había planteado así. Vio que realmente no sabía si era feliz y que realmente esto le angustiaba a veces. Las dudas sobre si hacía o no lo correcto con su vida, si estaba en el buen camino o se estaba equivocando a cada paso que daba, la atenazaban y no la dejaban disfrutar de ese camino, bueno o malo, que iba recorriendo cada día desde que nació. A veces se sentía como la protagonista de una película (¿o mejor como una secundaria?, sí, probablemente en el mundo había mucha gente más importante como para que ella pensara que podía ser protagonista de algo). Y en esta película había muchos personajes, unos "buenos" y otros "malos", unos la hacían sentir bien e incluso protagonista en algún momento, pero otros (en ocasiones, incluso ella misma) anulaban su autoestima hasta hacer que se sintiera indigna de participar en esa película que era su vida y, mucho menos, de esperar un final feliz.
Kenneth había aparecido en su vida por casualidad (¿o no?, dicen que todo pasa por algo). Ninguno de los dos hubiera pensado en aquel momento que el otro iba a ser tan importante en su vida como de hecho ya lo eran el uno para el otro, aunque no supieran bien por dónde los llevaría el guionista de esa película en la que compartían cada vez más escenas. Porque había un guionista, ¿no? ¿O quizás los guionistas eran ellos mismos? Si era así, había que escribir el guión con cuidado. Era una gran responsabilidad que el final de la película fuera el adecuado, ya que estaba en juego la felicidad de los personajes. Otra vez la felicidad. ¿Por qué nadie nos dirá cómo se alcanza? Nos ahorraría tantos quebraderos de cabeza... 
Casi dos meses antes, tras una noche para olvidar, Patricia seguía sin poder recuperar la calma, ya que los golpes en su puerta eran cada vez más insistentes. “Abra, Patricia”, dijo finalmente una voz masculina. “Déjeme hablar con usted. Tengo noticias que le interesan sobre su amiga Isabel y puedo ayudarle a volver con Pablo”. El miedo de Patricia se convirtió en sorpresa. ¿Quién sería este hombre que parecía conocer tan bien su vida? ¿Podría fiarse de él? Pero entonces, ¿por qué la perseguía la noche anterior? Ahora bien, si era verdad que podía recuperar a Pablo, no podía desaprovechar la oportunidad. Tras pensárselo un momento y ante la insistencia de su repentino invitado, abrió la puerta. Jorge pasó y charlaron durante largo rato en lo que sólo fue el principio de una inesperada alianza entre ambos para separar definitivamente a Isabel y Pablo.
En su casa, Pablo leyó el mensaje que le envió Elisa unos días después del plantón: “Sé que estarás muy enfadado conmigo por no haber acudido a nuestra cita. Es que al final me dio muchísima vergüenza y no pude. Verás, es que… soy un poco diferente a la foto que has visto en mi perfil. Digamos que la foto que puse no es mía, pero es una larga historia. Espero que puedas perdonarme y sigas queriendo conocerme para que te la pueda contar. ¿Qué me dices?”. Pablo no sabía qué pensar. ¿Por qué habría puesto Elisa la foto de otra persona en su perfil? Y lo que más le intrigaba… ¿cuál sería su aspecto real para que decidiera hacer eso? Respondió a su mensaje e intentó resolver estas incógnitas, pero ella se resistía a soltar prenda, insistiendo en que le daría todas las respuestas que necesitara cuando se conocieran personalmente. Siguieron chateando y enviándose mensajes durante más de un mes después de aquello y Pablo cada vez se sentía más atraído por la personalidad y la simpatía de aquella mujer que le hacía olvidar todos sus problemas, así que finalmente se decidió a volver a quedar con ella aun sin saber cuál era su aspecto, o quizás precisamente atraído por todo el misterio que la envolvía.
El día de su nueva cita con Elisa, Pablo llegó pronto a casa del trabajo para arreglarse y prepararse a conciencia. No quería que esta vez nada saliera mal. “D. Pablo, le han llamado de la clínica. Han dicho que era urgente”, le dijo Alicia cuando llegó a casa. Alicia era la empleada de hogar que había contratado Pablo ante la imposibilidad de atender adecuadamente su casa y, sobre todo, a su hija, desde que se marchó Isabel. Al principio recurrió a sus padres para cuidar a la niña, e incluso a sus suegros, los padres de Isabel, que también estaban desconcertados con la actitud de su hija, pero a la larga Pablo se dio cuenta de que lo mejor era contratar a alguien que le ayudara en las tareas de la casa y le sirviera de canguro cada vez que su trabajo y sus planes le impidieran cuidar de la pequeña Desirée. Pablo llamó inmediatamente a la clínica donde le habían realizado las pruebas de paternidad. “Señor Alonso”, dijo el doctor al otro lado del teléfono, “ya tenemos los resultados de sus pruebas. No hay ninguna duda. Desirée es su hija”. “¡¡Sí!!”, exclamó Pablo sin poder refrenar su entusiasmo. Colgó el teléfono y abrazó a Alicia hasta casi estrujarla. “¿Buenas noticias, D. Pablo?”, dijo esta sin saber bien cómo reaccionar. “Buenísimas”, dijo Pablo, “no podían ser mejores. Y por favor, llámame Pablo”.
Cuando aquella noche Pablo acudió a su cita con Elisa, el estado de euforia en que se encontraba hacía que le diera exactamente igual el aspecto físico de ella; estaba decidido a no dejar pasar la oportunidad de conocer a aquella mujer que tanto le atraía. Ella le había dado como únicos datos que llevaría una chaqueta roja y un broche dorado. Nada más entrar al bar donde habían quedado, profusamente decorado con motivos navideños ante la inminencia de las fiestas, Pablo se fijó en una chica morena muy atractiva que estaba sentada en la barra tomándose una copa. A su lado, una pareja parecía discutir y en las mesas había varias personas solas, alguna que otra familia, otra pareja al fondo, pero ni rastro de su cita. ¿O quizás sí? Al fondo del bar, Pablo vio sentada en una mesa a una mujer de unos cuarenta y tantos años, bastante entrada en carnes y no demasiado agraciada físicamente, que llevaba una chaqueta roja y un broche dorado. Pablo no podía creérselo. Se sintió tentado de darse media vuelta y salir del bar. ¿Sería posible que fuera aquella la mujer que tanto había conseguido atraerle a través de internet? Con razón no había puesto su verdadera foto y se echó para atrás en su primera cita. La verdad es que, viéndola ahora, su atracción por ella se había visto reducida considerablemente, pero a pesar del desengaño, si era la misma persona, seguro que se lo pasaba bien con ella, y por charlar un rato no perdía nada. Así que se acercó a la mujer y le dijo: “¿Elisa?”. “Me llamo Remedios”, respondió la mujer. Ahora sí que Pablo estaba desconcertado. “Perdone”, le dijo a la mujer, “es que había quedado aquí con una mujer con una chaqueta y un broche como el suyo”. “Entiendo”, dijo la señora, “creo que a quien busca es a aquella chica. Me ha dado veinte euros para que me pusiera esta chaqueta y este broche y me sentara aquí a esperar”. La mujer apuntaba a la chica morena que había visto Pablo al entrar, que estaba en la barra mirándoles y partiéndose de risa. Pablo se acercó a ella todavía con la cara de tonto que se le había quedado. “¿Tú eres Elisa? Pero entonces…”. “Sí, yo soy Elisa”, dijo ella sin dejar de reírse. “Tranquilo, tonto, que has superado la prueba”. Y le dio un apasionado beso al que Pablo respondió encantado. Por primera vez en muchos meses, Pablo se relajó completamente y se sintió feliz. Parecía que la vida empezaba a sonreírle.
"Pero ahora", siguió diciéndole Kenneth a Isabel, "imagina que eres feliz y no lo sabes. Yo creo que esto es lo mejor. Tu vida es agradable, placentera, haces lo que te gusta, te rodeas de la gente que te quiere, les quieres y dejas que te quieran. Vas andando el camino sin grandes dificultades (recuerda que lo importante en la vida no es el final, sino el camino, cada meta alcanzada no es más que el comienzo de un nuevo viaje), pero el no ser consciente de que eres feliz te hace estar alerta, plantearte cosas, evaluar tu vida y tratar siempre de mejorar, tomar decisiones que a veces serán acertadas y otras veces no, pero son las tuyas y son las que van componiendo tu existencia, con sus luces y sus sombras, sus sonrisas y sus lágrimas, porque todas forman parte de la vida y construyen lo que eres; lo que no te destruye te hace más fuerte y de los errores es de lo que más se aprende. Entonces, ¿por qué tener miedo? No tiene sentido temer a lo que te rodea, a los demás, a ti mismo, a las cosas que te pasan, a las decisiones que tomas, porque todo ello es necesario para tener una vida plena, en la que tú eres el guionista y el protagonista, y no un simple espectador. Lo importante es no dejar nunca de buscar, de hacerse preguntas, de luchar, de amar, de desear, de soñar... porque cuando dejas de hacer todo esto, ya no te queda nada más, ya te puedes morir".
Isabel respiró hondo, dio un gran suspiro y su corazón saltó en su pecho. Por su mejilla corrió una lágrima, pero al mismo tiempo en su cara se dibujó una amplia sonrisa. Se sintió tranquila y relajada, como hacía tiempo que no estaba. Por primera vez en mucho tiempo, recordó que ella tenía el control sobre su vida y esto le agradó. Se acurrucó entre los brazos de Kenneth mientras él la besaba en la frente. No sabía si estaba cerca de la felicidad, pero de momento, el camino que iba haciendo le gustaba.

SCC os desea ¡¡Felices Fiestas!!
y se despide hasta el 8 de enero.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo 10

Aquella noche, la última de octubre, Patricia tuvo una pesadilla. Soñó que estaba en casa de Pablo acunando a Desirée y que, cuando después se iban a la cama, oían a la niña llorar. Pero al ir a ver qué le pasaba, la niña no estaba y cuando volvía a la habitación a buscar a Pablo, este también había desaparecido. En su lugar, estaba Isabel vestida de novia con el traje ensangrentado y blandiendo en su mano el cuchillo de la tarta nupcial, y cuando la veía, salía corriendo detrás de ella amenazándola a gritos y acusándola de haberle robado a su familia. Cuando despertó, Patricia estaba bañada en sudor y con el corazón a punto de salírsele del pecho.
            No era extraño que justo aquella noche su sueño no fuera tranquilo y reposado. Llevaba toda la semana, desde que Pablo la había echado de su casa tras enterarse de que Isabel iba a abandonarle, tratando de hablar con él para intentar arreglar las cosas, pero él no le cogía el teléfono. Por eso, la tarde antes había decidido plantarse en su casa (ella todavía tenía la llave) para que no pudiera prorrogar más el hablar con ella. Cuando llegó, Pablo no estaba, así que se sirvió una copa de vino y se sentó a esperarle. Cuando Pablo la vio allí, a su vuelta de su consulta con Jorge, se puso hecho una furia, le dijo que era la culpable de que su vida se estuviera hundiendo, la acusó de traidora por haber pretendido ocupar el puesto de su mejor amiga desde la infancia, le exigió que le devolviera la llave de la casa y le dijo que no quería volver a verla nunca. A lo que, por supuesto, Patricia, orgullosa como ella sola, respondió también con contundencia negando las acusaciones de Pablo y exigiéndole que le dejara recuperar la vida que ella se había ganado a pulso y que Isabel había perdido por méritos propios. Tras una tensa discusión en la que se cruzaron palabras muy hirientes y a punto estuvieron de llegar a las manos, Patricia tuvo que irse a regañadientes cuando Pablo amenazó con llamar a la policía. Tras el portazo de ella, Pablo, recordando lo que acababa de decirle Jorge sobre la furia y la tristeza, se dejó caer en el sofá y lloró amargamente.
            El camino de vuelta a casa se le hizo a Patricia especialmente largo. No había traído el coche, por lo que decidió coger un taxi. Sin embargo, no fue tan fácil. Se había hecho de noche y el tiempo seguía siendo infernal, como casi toda la semana. En las calles desiertas de domingo por la noche era prácticamente imposible coger un taxi, así que, tras un rato esperando sin éxito, Patricia se decidió a volver a casa a pie. La lluvia caía incesante y cada vez más fuerte, lo que, unido al fuerte vendaval, hacía que el paraguas fuera prácticamente inservible. Las ramas de los árboles del parquecillo por el que pasaba se agitaban al compás del viento que aullaba entre ellas y las escasas hojas se desprendían, dándole en la cara y mojándosela de un bofetón, como haciéndole pagar sus culpas y pidiéndole cuentas por sus errores. Las únicas personas que acompañaban su camino eran, de vez en cuando, grupos de niños y jóvenes disfrazados de monstruos, brujas y fantasmas, que corrían de un lado a otro para protegerse del mal tiempo y llegar a alguna fiesta de Halloween, costumbre cada vez más extendida en nuestro país que anuncia de forma frívola la llegada del Día de los Difuntos.
            Ante este panorama y después de la escena vivida en casa de Pablo, el estado de nerviosismo de Patricia iba en aumento. Pero además, cuando enfilaba su calle, empezó a sentir unos pasos que parecían seguirla. Sin dejar de andar y apretando el paso cada vez más, miró a su alrededor, pero parecía no haber nadie. Tiró el paraguas, que no hacía más que incomodarle, y siguió andando más y más deprisa sin importarle ponerse como una sopa. Los pasos tras ella sonaban cada vez más cerca e iban acelerando al mismo ritmo que ella. En ese momento, se vio un relámpago y, acto seguido, sonó un tremendo trueno que hizo que Patricia diera un bote y se estremeciera del susto. Faltaban unos metros para su casa, así que echó a correr mientras buscaba la llave en el bolso con dificultad. Los pasos que la seguían también comenzaron a correr y, cuando estaban a punto de alcanzarla, Patricia pudo por poco entrar en el portal y cerrar la puerta tras ella. Con la respiración entrecortada y corriendo a oscuras por las escaleras para no entretenerse en buscar la luz ni esperar el ascensor, Patricia oyó cómo alguien abajo golpeaba la puerta del bloque. Con el corazón saliéndosele por la boca, entró en su piso cerrando la puerta de golpe y apoyando en ella la espalda mientras recuperaba el aliento, de modo que acabó sentada en el suelo. Entonces, vio a su lado un papel que seguramente alguien había deslizado antes por debajo de la puerta. Lo abrió y pudo leer: “Lo sé todo. Quedan muchas cuentas pendientes. No hagas tonterías. Tendrás noticias mías”. Su corazón dio otro vuelco. Se acercó a la ventana y, en la calle, vio sólo una figura con gabardina y sombrero alejándose bajo la lluvia. Cerró la persiana, se quitó la ropa mojada y se fue a la cama, aunque estuvo varias horas con los ojos como platos pensando en todo lo que había vivido en las últimas horas.
Tras la pesadilla, Patricia fue incapaz de seguir durmiendo, así que cuando el primer rayo de luz entró por las rendijas de las persianas, se levantó con unas ojeras que le llegaban al suelo y se asomó a la ventana. La lluvia había parado y aquella mañana lucía el sol. En la calle no había demasiada gente, ya que era un día festivo y era temprano aún, pero las personas que se veían parecían actuar con normalidad e incluso alegres. No se veía rastro de la misteriosa figura de la noche anterior. Patricia se dio una ducha y se dispuso a desayunar. En ese momento, alguien pegó insistentemente y con fuerza a la puerta de su piso.

Foto cedida por Antonio Torres

domingo, 5 de diciembre de 2010

Capítulo 9

            Al día siguiente a primera hora, Pablo pidió cita a Jorge. Siempre le había ayudado mucho hablar con él, ya que parecía tener una respuesta serena y lúcida para cada situación, y ahora más que nunca necesitaba sus consejos. Los últimos acontecimientos le habían dejado en un estado de shock mezcla de rabia, dolor, culpabilidad, impotencia y desconcierto. Jorge le dijo que estaba volviendo de un viaje, pero que podría atenderle a última hora de la tarde. Si hubiera sabido de dónde venía Jorge, que había estado horas antes con su mujer y el papel determinante que había tenido el psicólogo en la relación de Isabel y Pablo durante los últimos años, seguramente habría buscado otro confidente.
            “Hace unos días tenía una vida familiar con mi hija y con mi mujer, la mujer que siempre he querido desde niño”, dijo Pablo al tumbarse en el diván de la consulta de Jorge. “Es cierto que la relación últimamente no era muy idílica que digamos, pero de ahí a que de pronto se vaya sin decir nada y ahora me diga que lleva años engañándome… saber que estará con otro Dios sabe dónde y que dice que necesita separarse de mí… y lo peor de todo, que mi niña, mi Desirée, a la que quiero con locura, puede no ser hija mía… Si es que seguramente la culpa es mía, por haberla engañado también todos estos años con Patricia, por la que además no siento nada. Y para colmo de males, el único rayo de luz que podía tener en este momento, Elisa, por la que estaba empezando a ilusionarme, va y me deja plantado sin decir nada después de crearme expectativas y de haber sido lo único positivo que me ha pasado en las últimas semanas…”. “¿Y tú ahora mismo cómo te sientes?”, le preguntó Jorge. “¿Que cómo me siento? Pues tengo ganas de destrozarlo todo, de romper todo lo que tengo a mano, de hacer que se arrepienta de haberme estado engañando todo esto tiempo, de matar a todos los hombres con los que haya estado, de matar a Patricia por haberme incitado a estropearlo todo, de encontrar a Elisa y preguntarle por qué ha jugado con mis sentimientos, de…”. “Tranquilo, Pablo”, le interrumpió Jorge. “Hay que dejar sitio a todos los sentimientos en una situación como la que tú estás viviendo, pero es bueno identificar y canalizar esas emociones para que no nos hagan perder el norte. Déjame que te cuente…”. Y Jorge empezó a relatarle la siguiente historia:
“En un reino encantado donde los hombres nunca pueden llegar, o quizá donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta… había una vez un estanque maravilloso. Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente. Hasta aquel estanque mágico y transparente se acercaron la tristeza y la furia para bañarse en mutua compañía. Las dos se quitaron sus vestidos y, desnudas, entraron en el estanque.
La furia, que tenía prisa (como siempre le ocurre a la furia) sin saber por qué, se bañó rápidamente y, más rápidamente aún, salió del agua. Pero la furia es ciega o, por lo menos, no distingue claramente la realidad. Así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, el primer vestido que encontró. Y sucedió que aquel vestido no era el suyo, sino el de la tristeza. Y así, vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calmada, muy serena, la tristeza terminó su baño y, sin ninguna prisa, con pereza y lentamente, salió del estanque. En la orilla se dio cuenta de que su ropa ya no estaba. Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo. Así que se puso la única ropa que había junto al estanque: el vestido de la furia.
Cuentan que, desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada. Pero si nos damos tiempo para mirar bien, nos damos cuenta de que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad, está escondida la tristeza.”
            Unos días antes, en Londres, Jorge había estado también atendiendo a Isabel, justo antes de la llamada en que esta le confesó a Pablo toda la verdad. “¿Estaré haciendo bien?”, le preguntó ella. “Sé que, llegado este punto, no hay vuelta atrás, pero me aterra pensar que todo esto se hubiera podido solucionar de otra forma. Quizás mi relación con Pablo todavía tuviera posibilidades sin recurrir a estos métodos tan drásticos”. “Os habéis hecho mucho daño, Isabel”, le dijo Jorge, “hay heridas que nunca se llegan a curar del todo y culpas irreparables. Déjame que te cuente…”. Y le explicó lo siguiente:
“Había una vez una princesa, que quería encontrar un esposo digno de ella, que la amase verdaderamente. Para lo cual puso una condición: elegiría marido entre todos los que fueran capaces de estar 365 días al lado del muro del palacio donde ella vivía, sin separarse ni un solo día. Se presentaron centenares, miles de pretendientes a la corona real. Pero claro, al primer frío la mitad se fue, cuando empezaron los calores se fue la mitad de la otra mitad, cuando empezaron a gastarse los cojines y se terminó la comida, la mitad de la mitad de la mitad, también se fue. Habían empezado el primero de enero, pero cuando entró diciembre y empezaron de nuevo los fríos, solamente quedó un joven. Todos los demás se habían ido, cansados, aburridos, pensando que ningún amor valía la pena. Solamente este joven, que había adorado a la princesa desde siempre, estaba allí, anclado en esa pared y ese muro, esperando pacientemente que pasaran los 365 días.
La princesa, que había despreciado a todos, cuando vio que este muchacho se quedaba, empezó a mirarlo pensando que quizás ese hombre la quisiera de verdad. Lo había espiado en octubre, había pasado frente a él en noviembre, y en diciembre, disfrazada de campesina, le había dejado un poco de agua y un poco de comida, le había visto los ojos y se había dado cuenta de su mirada sincera. Entonces le había dicho al rey: «Padre, creo que finalmente vas a tener un casamiento y que por fin vas a tener nietos; este es el hombre que de verdad me quiere». El rey se había puesto contento y comenzó a prepararlo todo. La ceremonia, el banquete, e incluso le hizo saber al joven, a través de la guardia, que el primero de enero, cuando se cumplieran los 365 días, lo esperaba en el palacio porque quería hablar con él.
Todo estaba preparado, el pueblo estaba contento, todo el mundo esperaba ansiosamente el primero de enero. El 31 de diciembre, el día después de haber pasado las 364 noches y los 365 días allí, el joven se levantó del muro y se marchó. Fue hasta su casa y fue a ver a su madre, y ésta le dijo: «Hijo, querías tanto a la princesa, estuviste allí 364 noches, 365 días y el último día te fuiste. ¿Qué pasó? ¿No pudiste aguantar un día más?». Y el hijo contestó: «¿Sabes, madre? Me enteré de que me había visto, me enteré de que me había elegido, me enteré de que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor. Pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarme una noche de sufrimiento no merece de mi amor, ¿verdad, madre?».
Cuando estás en una relación y te das cuenta de que, pudiendo evitarte una mínima parte de sufrimiento, el otro no lo hace, es porque todo se ha terminado.”
            Lo que ni Pablo ni Isabel sabían es que Jorge tampoco estaba pasando por su mejor momento. Su obsesión por Isabel estaba empezando a ser enfermiza, tanto que había pedido ayuda a un colega suyo a quien recurría cuando, por encontrarse demasiado implicado emocionalmente, era incapaz de sacar conclusiones objetivas. “Marcelo”, le dijo, “te llamo porque esto me está volviendo loco. He convencido a Isabel de venir a Londres y empezar una nueva vida para separarla de Pablo y poder estar más tiempo con ella, pero sus planes no son precisamente los más idóneos para que lo nuestro tenga algún futuro. Ella me ignora totalmente, está viviendo con su nuevo novio inglés, y además no ha renunciado en absoluto a su marido. Creo que llevo años esforzándome y poniendo energías en algo que nunca va a salir bien. Me pregunto si no sería lo mejor tirar la toalla y tratar de olvidar todo esto y rehacer mi vida”. “Nunca te rindas hasta que no esté dicha la última palabra”, dijo Marcelo. “Déjame que te cuente…”. Y le contó este relato:
“Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: «No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril». Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: «¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora». Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas. Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla. Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.”
            Y desde ese día, Jorge se decidió definitivamente a patalear hasta salir de la nata que lo tenía atrapado.

En homenaje a los maravillosos cuentos del gran Jorge Bucay. 

Foto cedida por Laura Trujillo

(Este capítulo incluye los cuentos "La tristeza y la furia", "La princesa busca 
marido" y "Las ranitas en la nata", publicados en los libros "Cuentos para pensar" y "Déjame que te cuente..." de Jorge Bucay, por RBA Libros)