‹‹La noche en que me acosté con Kenneth no tenía ni idea de todo lo que pasaría a raíz de eso. Él me recibió pensando que yo era Isabel (o al menos eso creía yo) y yo tuve el suficiente cuidado de no hablar para que no me reconociera por la voz. Al fin y al cabo, mi cuerpo y el de Isabel eran tan parecidos que estaba segura de que no notaría la diferencia. Y la verdad es que disfruté como nunca: no sólo por estar con Ken (que estaba claro que en el accidente podía haber perdido algunas facultades, pero otras las conservaba intactas), sino sobre todo, por volverle a quitar a Isabel aquello que quería, que era sin duda lo que más satisfacción y placer me reportaba.
El caso es que, al cabo de una media hora, Isabel volvió de su charla con Jorge y entró en la habitación con absoluto sigilo, tanto que yo ni me enteré. Sin embargo, nada más aparecer por la puerta y antes de que ni ella misma pudiera reaccionar, Kenneth gritó: “¡¡Sabina!!”. Todavía me pregunto cómo se dio cuenta. Dicen que los ciegos tienen una especial intuición y que agudizan otros sentidos, y debe ser cierto, porque presintió la presencia de Isabel al instante. Los gritos de ella al vernos en la cama se escucharon en medio Londres. Lo primero que hizo fue abalanzarse sobre mí y empezar a golpearme, arañarme y tirarme de los pelos, prometiendo que me mataría si le seguía poniendo las manos encima a su pareja. Yo me defendí como pude y, finalmente, Kenneth y Jorge, que acudió al oír los gritos, consiguieron separarnos y convencerla de que se debía tranquilizar. “¡No te creas que esto va a quedar así!”, me amenazó, “tú todavía no me conoces. ¡Te vas a arrepentir de esto! ¡Y te quiero ahora mismo fuera de mi casa!”. A lo que, sorprendentemente, Kenneth respondió: "¡Sabina, te ruego que te calmes! Esta casa es mía y ellos son mis invitados. No voy a echar a nadie a la calle, y menos en Navidad. Esto ha sido, sin duda, un desgraciado incidente que tendremos que aclarar, pero mañana por la mañana y como personas civilizadas. Ahora, por favor, cada uno a su cama e intentemos descansar todos”. “Aquí no hay nada que aclarar. Está todo muy claro”, dijo Isabel mientras salía de la habitación escupiéndome. Aquella noche durmió en el cuarto de invitados de la segunda planta y a la mañana siguiente, hizo sus maletas y se fue de la casa, sin siquiera hablar o despedirse de Kenneth.
Pero aquella noche no terminó, ni mucho menos, cuando cada uno volvimos a nuestras habitaciones. Jorge estaba hecho un basilisco conmigo. “¿Estás loca?”, me dijo. “¡Con el trabajo que nos ha costado diseñar un plan para conseguir nuestros propósitos y vas a la primera de cambio y lo arriesgas todo! ¿Qué quieres, echarlo todo por la borda?”. “Tu plan no vale nada”, le contesté yo. “¿Crees que, simplemente porque le hagas creer que estamos casados, Isabel va a correr a tus brazos? Hay que tomar decisiones drásticas”. “Pero lo que has hecho lo echa todo al traste”, me respondió. “¿Cómo vamos a reaccionar a partir de ahora? Además, creía que me habías dicho que lo nuestro de anoche te había gustado”. “¡Por favor!”, le dije, “no serás tan estúpido de enamorarte de mí, ¿verdad? Una cosa es que lo pasemos bien en la cama y otra muy distinta que yo vaya a estropear lo que he venido a buscar aquí por ti”. Jorge me lanzó una mirada con todo el odio y la furia de la que fue capaz, mostrándome un lado que hasta entonces no le había visto. Por un momento, aquel pusilánime pareció incluso tener personalidad. Se acostó sin decir nada más y lo mismo hice yo.
A eso de las cuatro de la mañana, escuché un ruido. Alguien abrió la puerta de nuestro cuarto y entró silenciosamente, deslizando algo debajo de mi almohada y saliendo de nuevo rápidamente. Jorge no se dio ni cuenta. Cuando estuve segura de que el intruso se había marchado, encendí la luz de la mesita de noche y miré lo que me había dejado. Era una nota de Kenneth en la que, con una caligrafía bastante aceptable para un ciego, se leía: “¿Acaso creías que me habías engañado? Sabía desde el principio que eras tú. No sé lo que planeas, pero nadie viene a mi casa a intentar engañarme. Si sabes lo que te conviene, te quedarás calladita y seguirás viniendo a mi cuarto todas las noches. Ken”.
El día siguiente, tras la partida de Isabel, la tensión se podía cortar con un cuchillo entre Kenneth, Jorge y yo. Apenas hablamos en todo el día, estuvimos en zonas distantes de la casa y cuando nos veíamos, nos lanzábamos miradas en las que el desprecio era el sentimiento más fácilmente identificable. Aquella noche, no obstante, acudí a la cita en la habitación de Kenneth, donde, aunque apenas cruzamos palabra, tuvimos un encuentro sexual tanto o más intenso que el de la noche anterior, tras el cual él por fin quiso iniciar una conversación. “¿Quiénes sois y cuáles son vuestros planes?”, me preguntó. “No quieras saber más de la cuenta”, le respondí. “No estás en disposición de ponerme condiciones”. Y me fui a mi habitación con Jorge, que parecía estar ya dormido.
A la mañana siguiente, no me desperté. Cuando la empleada del servicio pasó a hacer mi habitación, dio un grito aterrador al encontrarme tirada en mi cama, muerta. En la casa no había nadie más. De nada me sirvió ser una “ladrona de vidas”, al final me robaron la mía.››
Foto cedida por Marco Moya
No hay comentarios:
Publicar un comentario