Sandalias Con Calcetines

Sandalias Con Calcetines

domingo, 13 de febrero de 2011

Capítulo 17

            ‹‹Aquella noche sentí una punzada en el corazón y pegué un salto de la cama. Todo había empezado cuando, teniendo yo diez años, nuestros padres se divorciaron. Mi madre y mi hermana se quedaron a vivir en Málaga, pero mi padre y yo nos fuimos a París, ya que su empresa tenía un puesto vacante allí y él quería empezar una nueva vida. Lo que más me costó fue separarme de mi hermana, dos años mayor que yo. “Ali”, recuerdo que me dijo el día que nos despedimos, “prométeme que siempre vamos a mantener el contacto y seremos las mejores hermanas del mundo”. “Te lo prometo”, le contesté. Y así fue. Aunque la relación entre mis padres no fue para nada buena tras el divorcio, nosotras seguimos escribiéndonos cartas, llamándonos por teléfono y, cuando las nuevas tecnologías se impusieron, empezamos a chatear y mantener contacto a través de las redes sociales. Sin embargo, en persona nos habíamos visto muy poco, ya que nuestros padres no querían saber nada el uno del otro. Cuando fuimos adolescentes y empezamos a tener una cierta independencia, comenzamos a visitarnos una vez al año o cada dos años, lo que nuestra economía, basada en los ahorrillos que podíamos reunir, nos permitía. Y nuestra intensa relación, que nunca había llegado a debilitarse, se hizo más fuerte si cabe.
El día en que cumplí treinta años, mi novio me dejó. Habíamos tenido una relación muy tormentosa, llena de discusiones, reproches e infidelidades y todo acabó como tenía que acabar. Yo en ese momento no tenía trabajo, así que decidir dar un cambio radical a mi vida y volver a España. Mi hermanita, como siempre, estuvo a mi lado, y me buscó una casa donde vivir y un trabajo. La casa estaba bastante bien y el volver a Málaga después de tantos años fue para mí un soplo de aire fresco. El vecino del piso de al lado se llamaba Pablo, tenía una hija de algo más de un año y acababa de separarse de su mujer, por lo que necesitaba alguien que se hiciera cargo de la casa y de cuidar a la niña mientras él trabajaba o atendía otros asuntos fuera de casa. Mi hermana lo sabía, de hecho lo conocía bien, por eso me buscó la casa justo allí. Al poco de llegar, conseguí hacerme la encontradiza con Pablo y sacar conversación hasta que me comentó su situación, momento que aproveché yo para decirle que estaba recién llegada a España y necesitaba trabajar y que me encantaría echarle una mano con la casa y la niña. Él reconoció que era justo lo que necesitaba y me contrató, pidiéndome disponibilidad total. Entre semana, por tanto, me trasladé a su casa y duermo con la niña, Desirée, cuidándola en todo momento. Al ser vecinos, este trabajo me permite ir y venir constantemente y poder cuidar las dos casas, a la vez que tener mis momentos de intimidad, y los fines de semana y festivos es cuando tengo tiempo libre para mí. Aunque no me hace falta. Soy feliz con lo que hago y, en cierto modo, también me ilusiona vivir con Pablo. Desde un primer momento conectamos bien y la relación cada vez es más estrecha. De hecho, hace poco le llegó la confirmación de que su hija es efectivamente suya (por lo visto tenía sus dudas) y me dio un abrazo que me hizo correr un escalofrío por toda la espina dorsal. Es tan tierno y tan atento conmigo… tanto que no puedo permitirme perder este trabajo. Además, mi hermana me contó muchas cosas y me encargó que lo vigilara de cerca y le informara de todos sus movimientos, y es lo menos que puedo hacer por ella, que tan bien se ha portado conmigo.
Hace poco, desde las Navidades, sin embargo, se ha venido a vivir a casa la nueva novia de Pablo, una tal Elisa. Antes incluso de que empezaran a salir juntos, Elisa se puso en contacto conmigo (apenas empecé a trabajar en casa de Pablo) y me dijo también que me daría una cantidad de dinero todas las semanas si le informaba de todos los movimientos de Pablo y de cómo estaba su hija, sin que él supiera nada, por supuesto. Yo no sé qué tendrá este hombre que tantas mujeres quieren estar al día de cada uno de sus pasos, tampoco es que tenga una vida tan interesante. Pero ese aire enigmático es precisamente lo que me fascina de él. Acepté la oferta de Elisa, claro está, no me costaba trabajo y no está la cosa para rechazar un dinero extra. Pero al poco tiempo Elisa me dijo que se instalaría pronto en la casa y que entonces ya no necesitaría mis servicios. De hecho, desde que está viviendo aquí y ha visto que entre Pablo y yo hay una gran complicidad, me hace la vida imposible e intenta que Pablo se convenza de que ya no me necesita, incluso mete cizaña para ponerle en mi contra. Pero yo sé más cosas de ella de las que ella misma sospechaba, así que de momento la tengo bajo control, aunque el ambiente de la casa sin duda se ha enrarecido. Por eso tengo que conseguir echar a esta intrusa de “mi” casa. Pablo es mío y, como que me llamo Alicia, que lo que yo me propongo, lo consigo.
De hecho, anoche, cuando llegó Pablo, aprovechando que Elisa no estaba (creo que había ido a un viaje de trabajo), yo le esperé con el modelito más seductor que conseguí encontrar. Me dijo que estaba cansado, así que nos sentamos en el sofá y empecé a darle un sensual masaje por la espalda y el cuello. Al principio se incomodó un poco, pero pronto se dejó llevar por la situación y el estado de relajación en que le fui sumiendo. Cuando estaba absolutamente entregado, recostado en el sillón y con los ojos cerrados, me coloqué a horcajadas encima de él y le di un suave beso en los labios. Pablo abrió los ojos de pronto, sobresaltándose, pero yo le dije que se relajara y seguí besándole por la cara y el cuello, hasta que finalmente se liberó de toda la tensión y me respondió, fundiéndonos en un largo y cálido beso.››

Foto cedida por Carmen González

domingo, 6 de febrero de 2011

Capítulo 16

            ‹‹La noche en que me acosté con Kenneth no tenía ni idea de todo lo que pasaría a raíz de eso. Él me recibió pensando que yo era Isabel (o al menos eso creía yo) y yo tuve el suficiente cuidado de no hablar para que no me reconociera por la voz. Al fin y al cabo, mi cuerpo y el de Isabel eran tan parecidos que estaba segura de que no notaría la diferencia. Y la verdad es que disfruté como nunca: no sólo por estar con Ken (que estaba claro que en el accidente podía haber perdido algunas facultades, pero otras las conservaba intactas), sino sobre todo, por volverle a quitar a Isabel aquello que quería, que era sin duda lo que más satisfacción y placer me reportaba.
            El caso es que, al cabo de una media hora, Isabel volvió de su charla con Jorge y entró en la habitación con absoluto sigilo, tanto que yo ni me enteré. Sin embargo, nada más aparecer por la puerta y antes de que ni ella misma pudiera reaccionar, Kenneth gritó: “¡¡Sabina!!”. Todavía me pregunto cómo se dio cuenta. Dicen que los ciegos tienen una especial intuición y que agudizan otros sentidos, y debe ser cierto, porque presintió la presencia de Isabel al instante. Los gritos de ella al vernos en la cama se escucharon en medio Londres. Lo primero que hizo fue abalanzarse sobre mí y empezar a golpearme, arañarme y tirarme de los pelos, prometiendo que me mataría si le seguía poniendo las manos encima a su pareja. Yo me defendí como pude y, finalmente, Kenneth y Jorge, que acudió al oír los gritos, consiguieron separarnos y convencerla de que se debía tranquilizar. “¡No te creas que esto va a quedar así!”, me amenazó, “tú todavía no me conoces. ¡Te vas a arrepentir de esto! ¡Y te quiero ahora mismo fuera de mi casa!”. A lo que, sorprendentemente, Kenneth respondió: "¡Sabina, te ruego que te calmes! Esta casa es mía y ellos son mis invitados. No voy a echar a nadie a la calle, y menos en Navidad. Esto ha sido, sin duda, un desgraciado incidente que tendremos que aclarar, pero mañana por la mañana y como personas civilizadas. Ahora, por favor, cada uno a su cama e intentemos descansar todos”. “Aquí no hay nada que aclarar. Está todo muy claro”, dijo Isabel mientras salía de la habitación escupiéndome. Aquella noche durmió en el cuarto de invitados de la segunda planta y a la mañana siguiente, hizo sus maletas y se fue de la casa, sin siquiera hablar o despedirse de Kenneth.
            Pero aquella noche no terminó, ni mucho menos, cuando cada uno volvimos a nuestras habitaciones. Jorge estaba hecho un basilisco conmigo. “¿Estás loca?”, me dijo. “¡Con el trabajo que nos ha costado diseñar un plan para conseguir nuestros propósitos y vas a la primera de cambio y lo arriesgas todo! ¿Qué quieres, echarlo todo por la borda?”. “Tu plan no vale nada”, le contesté yo. “¿Crees que, simplemente porque le hagas creer que estamos casados, Isabel va a correr a tus brazos? Hay que tomar decisiones drásticas”. “Pero lo que has hecho lo echa todo al traste”, me respondió. “¿Cómo vamos a reaccionar a partir de ahora? Además, creía que me habías dicho que lo nuestro de anoche te había gustado”. “¡Por favor!”, le dije, “no serás tan estúpido de enamorarte de mí, ¿verdad? Una cosa es que lo pasemos bien en la cama y otra muy distinta que yo vaya a estropear lo que he venido a buscar aquí por ti”. Jorge me lanzó una mirada con todo el odio y la furia de la que fue capaz, mostrándome un lado que hasta entonces no le había visto. Por un momento, aquel pusilánime pareció incluso tener personalidad. Se acostó sin decir nada más y lo mismo hice yo.
            A eso de las cuatro de la mañana, escuché un ruido. Alguien abrió la puerta de nuestro cuarto y entró silenciosamente, deslizando algo debajo de mi almohada y saliendo de nuevo rápidamente. Jorge no se dio ni cuenta. Cuando estuve segura de que el intruso se había marchado, encendí la luz de la mesita de noche y miré lo que me había dejado. Era una nota de Kenneth en la que, con una caligrafía bastante aceptable para un ciego, se leía: “¿Acaso creías que me habías engañado? Sabía desde el principio que eras tú. No sé lo que planeas, pero nadie viene a mi casa a intentar engañarme. Si sabes lo que te conviene, te quedarás calladita y seguirás viniendo a mi cuarto todas las noches. Ken”.
            El día siguiente, tras la partida de Isabel, la tensión se podía cortar con un cuchillo entre Kenneth, Jorge y yo. Apenas hablamos en todo el día, estuvimos en zonas distantes de la casa y cuando nos veíamos, nos lanzábamos miradas en las que el desprecio era el sentimiento más fácilmente identificable. Aquella noche, no obstante, acudí a la cita en la habitación de Kenneth, donde, aunque apenas cruzamos palabra, tuvimos un encuentro sexual tanto o más intenso que el de la noche anterior, tras el cual él por fin quiso iniciar una conversación. “¿Quiénes sois y cuáles son vuestros planes?”, me preguntó. “No quieras saber más de la cuenta”, le respondí. “No estás en disposición de ponerme condiciones”. Y me fui a mi habitación con Jorge, que parecía estar ya dormido.
            A la mañana siguiente, no me desperté. Cuando la empleada del servicio pasó a hacer mi habitación, dio un grito aterrador al encontrarme tirada en mi cama, muerta. En la casa no había nadie más. De nada me sirvió ser una “ladrona de vidas”, al final me robaron la mía.››

Foto cedida por Marco Moya